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Ni capital ni humano:  alegato en favor de la política social

Ni capital ni humano:  alegato en favor de la política social

Las ideas del capital humano no solucionarán los graves problemas sociales de la Argentina. Su propósito de reponer capacidades en los individuos no contempla la complejidad de la crisis. Hay que fortalecer las instituciones universales y revisar los servicios e instrumentos de la política social. Y discutir el sentido común imperante que impugna la legitimidad de lo público.

Empiezo por el final. Lejos de la mirada oficial –que parece imponerse en el debate público- Argentina necesita más y mejor política social. En plural, es decir, programas asistenciales de calidad y sectores robustecidos y articulados– en educación, vivienda, hábitat, ambiente, salud, transporte-. Y en singular, esto es, una línea de intervención integral basada en buenos diagnósticos y evaluación de resultados, orientada por ideas sólidas y objetivos éticos y sostenida por acuerdos amplios y voluntad política entre los gobiernos de todos los niveles. Una política social que descargue de las espaldas de las personas la responsabilidad permanente de sostener la vida, en otras palabras, que alivie los peregrinajes por la atención de la salud, por la gestión de la comida cotidiana y por la generación de ingresos miserables a sísifos desesperados y agotados que deambulan en el medio de la devastación general.

Pero el país de hoy parece dirigirse en sentido contrario. Al tiempo que la cuestión social se presenta ingobernable con niveles de pobreza inéditos y creciendo (57% de los argentinos son pobres según estima el Observatorio de la Deuda Social de la UCA), las instituciones, programas, instrumentos y financiamiento de la política social son fuertemente cuestionados desde la nueva administración. A cambio, el flamante gobierno propone una filosofía del “capital humano”, que mira de frente y fijo a los individuos y apuesta a regenerar sus capacidades como método para salir de la pobreza. Esta filosofía, hay que reconocerlo, ha sido legitimada en las urnas por buena parte de la sociedad argentina, en gran medida -según coinciden politólogos, sociólogos y antropólogos- fruto del hartazgo respecto de las promesas incumplidas y de las presiones fiscales del Estado, que se ha traducido en una impugnación global al gasto social y a todo lo que huela a público.     

En estas líneas quiero conversar con estas dos ideas. La del capital humano como respuesta de política a la cuestión social y la de la repulsión al Estado y a lo público que parece imponerse en el sentido común. En especial, me interesa reflexionar sobre lo que implica este tiempo detenido y cuestionado de la política social, de cara a nuestra tradición igualitarista y a las gravísimas fracturas que reclaman soluciones urgentes.

 

¿HAY ALGO NUEVO EN LO QUE PROPONE EL CAPITAL HUMANO? 

El giro a la ultraderecha que vive el país con la asunción de Milei no hace sino volver a echar un nuevo manto de oscuridad a la política social, que parodia al que denunciaban Rubén Lo Vuolo y Alberto Barbeito en tiempos de las reformas neoliberales de los años noventa. Uno en el que la mano izquierda del Estado al decir de Bourdieu (la que cuida la vida y ciertos niveles de integración aceptables) parece maniatada y solo autorizada a moverse para digitar ayudas puntuales que permitan que los individuos recuperen ambición y salgan a correr en el juego de la vida. 

«Nosotros les vamos a enseñar a pescar, a construir la caña de pescar y si es posible a que tengan una empresa de pesca y sean libres», sostuvo Milei en la campaña presidencial, pero por ahora solo atinó a detener la máquina gastada del bienestar, suspendiendo todo proceso de política pública en la búsqueda del déficit cero.

La matriz conceptual del “capital humano”, en la que se basa la nueva gestión de lo social, sostiene que la herramienta fundamental para enfrentar el problema de la pobreza consiste en reponer activos educativos en los individuos con el objeto de que se reinserten en el mercado laboral, reduciendo al mínimo toda intervención estatal en otros campos del bienestar por considerarla disruptiva, cara e innecesaria. Y hasta injusta, en tanto cualquier forma de gasto social, cualquier movimiento de redistribución de los ingresos de la sociedad, se desvincula del mérito y el esfuerzo de los individuos para regirse por una lógica de reparto, discrecional y espuria, a quienes no lo merecen por no haberse empeñado suficientemente en no ser pobres.  

Esta parece ser la apuesta del nuevo ministerio de Capital Humano, cuyo objetivo explícito es llevar a la política social a la definición más minimalista posible: atender a las personas que “tienen hambre” y que estén en situaciones de extrema vulnerabilidad. Rebajar el estatus de los ministerios de Trabajo, Educación, Desarrollo Urbano y Vivienda, Cultura, Ambiente, entre otros, al rango de secretarías, dejar en suspenso la designación de direcciones clave, que quedan sin firma, tomarse un tiempo para examinar la implementación de programas que atienden necesidades extremas (v.g. medicamentos, becas) dejando a la intemperie a conjuntos sociales muy vulnerables, o interrumpir partidas alimentarias a los comedores comunitarios, no son meras externalidades negativas. Son síntomas de la estrategia.

«Es cuanto menos ingenuo pensar que se pueden reponer activos mágicamente en poblaciones que desde hace décadas vienen acumulando desventajas, sepultando sus expectativas y viendo lacerada su subjetividad».

Pues bien, quienes nos dedicamos a estudiar y a producir políticas sociales sabemos que este enfoque supone una fatal regresión en la visión de la pobreza, que ha sido rebatida conceptualmente y que además tiene costos sociales muy altos. Y que desarmar por completo la institucionalidad de la intervención social del Estado, por considerarla corrupta o ineficiente, no resolverá en absoluto el problema. En primer lugar, porque la idea opera a partir del establecimiento de una suerte de línea de base (un punto cero de intervención) –“los pobres”– desconociendo que se dirige a grupos sociales amplísimos y diversos que vienen sufriendo marginaciones y el deterioro de su calidad de vida desde hace mucho tiempo. Ninguna política pública puede desconocer la variable “tiempo” en sus apuestas. La política social del capital humano, tampoco. Y es cuanto menos ingenuo pensar que se pueden reponer activos mágicamente en poblaciones que desde hace décadas vienen acumulando desventajas, sepultando sus expectativas y viendo lacerada su subjetividad.

 En segundo lugar, el “capital humano” desconoce y cuestiona cualquier forma de organización colectiva de la reproducción de la vida, lo que va a contramano de lo que está ocurriendo en el mundo (también en los países desarrollados) que avanza hacia el fomento de formas de economía mixta, donde los emprendimientos sociales y las cooperativas conviven con el empleo formal privado y el del sector público y están generando ingresos que no solo ponen paños fríos a la pobreza e indigencia sino que generan valor y nuevas formas de sociabilidad e identidad.

«En el caso argentino, específicamente, los programas sociales compensatorios de los tempranos ‘90 y a hasta pasada la crisis del 2001 descansaron en esta idea de que era necesario reponer capitales faltantes en los individuos y que de la sumatoria de esas micro intervenciones astilladas (de capacitación, de empleo comunitario, alimentarias, habitacionales, sanitarias), derivadas del gerenciamiento de la pobreza, emanaría un desarrollo social nuevo».

 En tercer término, el “capital humano”, pregonado como una alternativa novedosa, viene de lejos (por lo menos de la década del ‘60 cuando Gary Becker publicó el libro homónimo) y comparte con otras perspectivas liberales de la pobreza, como la economía del bienestar, una vieja idea: que el problema deriva de las características y las actitudes de los pobres y la solución, también. Este argumento, con matices, tuvo una vasta trayectoria de aplicación en América Latina tras el llamado Consenso de Washington y ha mostrado importantes limitaciones. En el caso argentino, específicamente, los programas sociales compensatorios de los tempranos ‘90 y a hasta pasada la crisis del 2001 descansaron en esta idea de que era necesario reponer capitales faltantes en los individuos y que de la sumatoria de esas micro intervenciones astilladas (de capacitación, de empleo comunitario, alimentarias, habitacionales, sanitarias), derivadas del gerenciamiento de la pobreza, emanaría un desarrollo social nuevo.

Pero no ocurrió. Con los años ha quedado demostrado que la pobreza derivada de la crisis del empleo formal, el crecimiento exponencial de la marginalidad urbana y la territorialización de la cuestión social reclama ser comprendida e intervenida en su multidimensionalidad. De hecho, la gestión de los programas sociales luego de la crisis del 2001 –con el Jefes de Hogar Desocupados operando como bisagra- intentó reorientarse hacia una lógica integral, con la idea de que la sumatoria de proyectos focalizados no resolvía el problema. Los organismos multilaterales no sólo apoyaron este nuevo giro, sino que lo promovieron con programas socio productivos y de mejoramiento barrial. 

Así, desde la postconvertibilidad la política social inició un proceso de “des-asistencialización” –ciertamente más rápido en el discurso que en los hechos- en el que lógica de la intervención social del Estado reemplazó la compensación de activos por la generación de redes seguridad de ingresos que impidieran a la población caer en la pobreza. Así, por ejemplo, los programas de transferencias monetarias condicionadas de base familiar exigían ya no la contraprestación en forma de trabajo sino el cumplimiento de compromisos de atención de la salud y escolarización de los hijos. A la par, comenzaron a reconocerse, como parte de las alternativas de reproducción de la vida para los trabajadores expulsados del mercado laboral formal, a las iniciativas de economía asociativa comunitaria vinculadas a la economía social, las que contaban – entre otras cosas- con una memoria reciente de experiencias colectivas para resolver el hambre tales como las ollas populares de 1989 y los clubes del trueque de 2001. 

«Con los años ha quedado demostrado que la pobreza derivada de la crisis del empleo formal, el crecimiento exponencial de la marginalidad urbana y la territorialización de la cuestión social reclama ser comprendida e intervenida en su multidimensionalidad».

Más allá de los debates sobre si los programas de esta nueva era lograban o no sus objetivos de inclusión social y dinamizaban formas autosustentables y respetuosas de los procesos cooperativos, programas como Familias por la Inclusión Social, Argentina Trabaja o Ellas hacen y luego la AUH, contribuían a desindividualizar relativamente el problema de reproducción de la vida y a poner al Estado –es decir a la sociedad en su conjunto- como responsable del asunto de la reproducción social.  

Desde entonces a esta parte, el debate de la política social se trenzó en torno a: si ese nuevo paradigma con tendencia a la cobertura universal de los beneficiarios era en verdad universal o si, por el contrario, persistían profundas brechas de bienestar entre los trabajadores formales (y sus familias) y la población marginalizada a la que le llegaban protecciones de segunda categoría, atadas a condicionalidades y la disponibilidad presupuestaria. También se puso en el foco de la discusión la articulación de las exigencias de cumplimiento de condicionalidades sanitarias y educativas con la calidad y oportunidad en el acceso de los beneficiarios a esos servicios sociales en el territorio. 

En esas estábamos hasta que, en la pandemia, aprovechando el envión que activó el megaoperativo de inscripción y pago del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), se alzaron argumentos en favor de crear un ingreso universal que surgiera de la fusión de los programas sociales en un sistema general de protección que tendiera a no discriminar por estatus de ciudadanía laboral.  Los partidarios de esta idea basaban sus posiciones en el imaginario de la renta básica presente en la discusión de los países desarrollados, que sostiene que conviene elevar el piso de las condiciones de vida a un nivel digno para construir sociedades libres de violencias y más justas. 

En el libro La sociedad argentina en la post pandemia, Agustín Salvia, Jésica Plá y Santiago Poy sostienen que el COVID 19 causó estragos socio económicos acentuando los desequilibrios sociolaborales preexistentes y la severidad de la marginalidad y la pobreza. En particular, que los sistemas de protección agravaron la brecha histórica en la calidad del bienestar entre trabajadores formales e informales, así como la de género entre trabajo remunerado y no remunerado, y la territorial, ya que la población se empobreció de forma selectiva según su vulnerabilidad y lugar de vida. También llamaban la atención sobre otras posibles consecuencias de esos estragos, al preguntarse por el efecto disruptivo que tales procesos de exclusión de largo aliento podrían tener sobre el orden político.

Hacia finales del 2023, la sociedad parece haber respondido a esa pregunta.  El triunfo de Milei da cuenta de cierta expresión de hartazgo del Estado y de todo lo que rememore la promesa redistributiva que constituye el alma del Estado de bienestar. Sectores que no quieren más “mentiras” y sectores que no quieren más impuestos y presiones. De este fenómeno dan cuenta diversos análisis que vieron la luz en las últimas semanas, que revelan cómo este hartazgo se venía gestando en el humor social en los últimos años fundamentalmente entre los jóvenes. En ese contexto, como sostiene Pablo Semán en el libro Está entre nosotros, Milei sería la estructura argumental de acogida de ese clamor. Ni más ni menos.

 

LA CRISIS DE LA PROMESA REDISTRIBUTIVA  

Siguiendo a Hannah Arendt, los politólogos solemos decir que la política es la promesa que nos hacemos como sociedad para aspirar a vivir juntos y en libertad. Esa promesa, agrego yo, está hecha de palabras y de tiempo. La política social tiene en efecto el poder de crear o destruir el tiempo de la vida de las personas y de las sociedades. Por ejemplo, produce tiempo cuando invierte en instituciones que cuidan a las infancias mientras los padres trabajan, cuando despliega una oferta recreativa en contextos de extremas carencias y permite el esparcimiento de familias que se dedican de sol a sol a conseguir dinero para sobrevivir, o cuando extiende el horario de atención en un centro de salud barrial y articula una derivación al hospital. Restringe o destruye tiempo, cuando posterga la obra pública una y otra vez, cuando no contrarresta el deterioro de los bienes públicos, cuando incumple y hace imprevisible el horario del transporte. 

«Reciclemos lo que entendemos hoy por lo público, ya que no puede seguir teñido de los viejos colores del Estado de bienestar (con su carga de control social, conservadurismo, uniformización y familiarización) sino que debe contener a las diversidades de la vida contemporánea: etarias, de géneros, de minorías, territoriales y culturales»

En cuanto a las palabras, el Estado social hizo de un tipo de promesa su núcleo de sentido: la redistribución del ingreso. Con matices importantes en los países occidentales –según fuera el volumen del gasto socialmente aceptado y sus matrices políticas- se desplegaron ciertos servicios y programas en calidad de “derechos” que permitieron a la ciudadanía resolver la reproducción de sus vidas con relativa independencia de su condición de clase. Pero, sobre todo, lograron modular las expectativas de ascenso social a eso que Robert Castel llamó “principio de satisfacción diferida”. Esto es: personas que postergaban consumos, ingresos o ascensos (y los enojos asociados) porque sabían que en el futuro ellos o sus hijos los alcanzarían.  

Setenta años después, vale hacerse la pregunta: ¿lo ha logrado? ¿Ha sido el Estado de bienestar relativamente exitoso en contrarrestar los efectos devastadores de la acumulación sobre la vida de las personas y las sociedades?  ¿Han podido los derechos sociales –gestados en ese clima de época- proteger a los trabajadores y a los pobres e inmunizarlos frente a las desigualdades de clase incluyéndolos en una categoría de ciudadanos universales?  La respuesta es: solo en parte, y en tiempos e intensidades diversas. En países donde esos derechos de desmercantilización de las necesidades estuvieron relativamente garantizados, como en las socialdemocracias del norte de Europa, las sociedades lograron ser más igualitarias, menos violentas, culturalmente más diversas y amables. Por su parte, en América Latina las instituciones de bienestar tuvieron una efectividad más limitada y la protección social fue siempre fragmentada, dado nuestro mercado de trabajo estructuralmente informal y heterogéneo. La informalidad y luego la marginalidad lisa y llana puso en jaque desde el inicio mismo de las cosas a la promesa de redistribución. No obstante, el horizonte de la ampliación de coberturas de beneficiarios y la gestación de nuevos derechos (ambientales, de género) renovó la fuerza de dicha promesa, aunque más no sea como ideal regulador. 

Los acontecimientos recientes parecen indicar que aún ese hilo de esperanza se ha desvanecido. La impaciencia social cuestiona el tiempo y desacredita la palabra de esa promesa y nada parece ya esperarse del Estado y sus intervenciones. Pero aun asumiendo el fin de la legitimidad de la promesa redistributiva ¿es la respuesta desentenderse por completo de la reproducción social, dejando a los mecanismos de explotación y acumulación librados a su suerte y a los individuos solos, pescando en un océano oscuro y revuelto? 

 

REPENSANDO LA POLÍTICA SOCIAL PARA UN NUEVO TIEMPO

Deslegitimada la redistribución y frente a una ciudadanía impaciente, la política social necesita a la vez revisar su promesa y mejorar sus intervenciones. Para lo primero, es necesario discutir el sentido común que se está instalando con fuerza en la Argentina de esta hora: aquél que sostiene que el gasto, servicios y programas deben ser desarmados por completo, diseccionados, examinados y desactivados por estar en contra de los individuos y de la libertad. Un sentido común que cuestiona in toto a los derechos sociales, por considerarlo el lastre de costosas e ineficientes estructuras colectivas de compromisos, y sobre todo, un terreno ideológicamente cuestionado. 

En La rebelión del coro, un libro formidable, José Nun nos ofrece una clave para dar la discusión. Según este autor – leyendo a Sorel- en tanto conocimiento de los legos, el sentido común no tiene que ver especialmente con la verdad. Es más bien el lugar donde se producen las visiones del mundo y las ideas. “En el que las fórmulas son verdaderas y falsas, reales y simbólicas, excelentes en un sentido y absurdas en otro: todo depende del uso que uno haga de ellas.” Una suerte de caldo de cultivo cultural. Y la política navega y se alimenta de esa ebullición y cristaliza sentidos que salen a pelear su legitimación social. 

«Repensemos y actualicemos las ideas e instrumentos con las que opera la política pública, atentos a la extrema complejidad de la actual cuestión social y a su nueva estructura de necesidades».

No obstante, sabemos que la hegemonía nunca es total, sino que tiene un carácter incompleto y los elementos culturales de los que se nutre el sentido común pueden ser articulados de modos renovados, destejerse y tejerse nuevamente. De esta manera, si algo anda mal con la igualdad y con la redistribución, las razones deben buscarse en ese acervo experiencial y de lenguaje, que no es ni verdadero ni falso. Y a continuación proponerse un sentido emergente, una nueva rearticulación.  

Atento a ello, propongo dar la discusión en por lo menos tres planos. En primer lugar, que reciclemos lo que entendemos hoy por lo público, ya que no puede seguir teñido de los viejos colores del Estado de bienestar (con su carga de control social, conservadurismo, uniformización y familiarización) sino que debe contener a las diversidades de la vida contemporánea: etarias, de géneros, de minorías, territoriales y culturales

En segundo lugar, que repensemos y actualicemos las ideas e instrumentos con las que opera la política pública, atentos a la extrema complejidad de la actual cuestión social y a su nueva estructura de necesidades. Por ejemplo, es estéril insistir sin más en la implementación de capacitaciones laborales tendientes a mejorar la empleabilidad para los jóvenes, como si éstos fueran los tradicionales desempleados de la sociedad salarial. Porque la población juvenil en países como el nuestro se ha forjado en contextos de pobreza y relegación y en contextos familiares atravesados por una historia de desafiliación. Así, no funcionará ningún programa social que no contemple que esos jóvenes y adolescentes ya son padres y que para asistir a esas capacitaciones necesitan estructuras de cuidado para sus hijos. Tampoco obtendrán resultados, si no resuelven adecuadamente sus necesidades en salud y de reconocimiento, en sentido amplio. Lo mismo pasará con las propuestas de reinserción educativa para infancias y preadolescencias, si no atienden que éstas suelen estar ocupadas cuidando a hermanitos menores en hogares con profundas carencias. En suma, entre otras tantas cosas, es urgente que la política transversalice la perspectiva de cuidados en todas sus intervenciones. 

En tercer término, la política social debería abandonar esa suerte de “unitarismo” que parece excluyente a la hora de pensar la protección social. Si bien está claro que en países como la Argentina los sistemas de protección dependen de la gestión y el financiamiento de organismos nacionales, es necesario alentar un bienestar producido y gestionado a múltiples escalas.  En efecto, los gobiernos subnacionales, y especialmente los locales, además de pelear por un financiamiento suficiente y justo, deben asumir un renovado protagonismo. Ello implica volver a discutir y a operar sobre la calidad de las relaciones intergubernamentales y de los procesos que apuntan a la intersectorialidad en la gestión de políticas para poder avanzar en la perspectiva de un bienestar de proximidad. Los gobiernos de ciudades intermedias y pequeñas, por ejemplo, pueden mejorar la calidad de vida de sus ciudadanos propiciando la generación de espacios de comercialización de cercanía, asociativa y agroecológica o estimular procesos cooperativos multiactorales que integren al sector público, privado y popular, para la producción de servicios en distintos campos, o gobernar la movilidad urbana bajo otros parámetros social y ambientalmente más justos. 

«La política social debería abandonar esa suerte de “unitarismo” que parece excluyente a la hora de pensar la protección social».

Me reservo para el final lo que creo más importante. Las instituciones de la política social (en un sentido bien amplio y si así lo quieren quienes las gobiernan) contribuyen a producir la vida de las personas creando soportes cruciales, alentando la generación de subjetividades con expectativas y ciudadanías robustas. Operan como una suerte de argamasa que nos hace ser sociedad y no meros “humanos” dispersos en un espacio y siguiendo las reglas bestiales de la horda primitiva. Por ello, políticos, dirigentes, comunicadores, referentes, profesionales y educadores, tenemos que defender y mejorar ese entramado, discutir con el modelo económico y cultural que parece imponerse y validar en la conversación pública la importancia capital de la buena política social.  Aquí y ahora.

Javier Auyero: «Se está erosionando la relación entre los sectores populares y el Estado»

Javier Auyero: «Se está erosionando la relación entre los sectores populares y el Estado»

El sociólogo Javier Auyero ha estudiado como pocos la situación de los sectores populares de nuestro país. Sus últimos libros, «Pacientes de Estado» y «Entre narcos y policías», muestran la relación cada vez más difícil entre los más humildes y un Estado que puede volverse una amenaza.
Javier Auyero, sociólogo argentino y profesor de la Universidad de Texas

Javier Auyero es uno de los sociólogos más prestigiosos y reconocidos de nuestro país. Afincado desde ha años en los Estados Unidos, en la actualidad en la ciudad de Austin (Texas), sin embargo su interés y preocupación siempre estuvo centrado de forma preferente en la Argentina y más precisamente en sus sectores populares. Desde sus trabajos pioneros sobre clientelismo hasta los próximos dedicados a las estrategias de supervivencia, pasando por los pacientes del Estado o la zona gris, Auyero ha recorrido libro tras libro sobre la compleja y multifacética politicidad popular argentina.

Sus muchos libros, diferentes entre sí (algunos en coautoría), parecen seguir un hilo conductor que explora todas las aristas de la vida política de los que menos tienen y más padecen. Sus últimos trabajos publicados, la reedición de Pacientes de Estado (EUDEBA, 2022) y Entre narcos y policías (en coautoría con Katherine Sobering, Siglo XXI, 2021), son libros que muestran un panorama desolador y, en cierta medida, frustrante. Los actores en cuestión no son pasivos, ni mucho menos, pero son claramente víctimas de la colusión, la inoperancia y la violencia. Los trabajos de Auyero siempre intentan mostrar los resquicios para la agencia en tramas de profunda desigualdad e injusticia, aunque no siempre el cuadro final es halagüeño. En esta ocasión, el Estado y sus agentes aparecen como un obstáculo e incluso una amenaza que esperan y necesitan otra cosa.

La etnografía permite, a través de un relato cercano a lo vivencial, narrar situaciones con una crudeza excepcional y Javier Auyero logra en cada uno de sus libros crear un fresco minucioso de eso que intenta mostrar, analizar y comprender. Sobre los desafíos de sus investigaciones, su modo de entender la sociología y, más en general, las peculiaridades de la política popular en la Argentina, conversamos con él para La Vanguardia.

«La totalidad de la experiencia de los llamados sectores populares es una mezcla de cosas: es ser paciente, es ser irreverente, es ser rebelde. Pero no es la tarea del sociólogo, me parece a mí, caracterizar todo lo que pasa». 

La primera pregunta es más bien general. Vengo leyendo tu trabajo y quiero preguntarte por ese hilo que une, dado que cada libro nuevo parece dialogar con los anteriores,  este gran tema que es la politicidad popular. ¿Cuál es el hilo que vos encontrás en cada una de estas etapas, desde tus trabajos sobre clientelismo hasta estos últimos? ¿Se trata de varias agendas de investigación con intereses convergentes o, en realidad, una única agenda con diferentes aristas?

Es una buena pregunta, porque la idea de una agenda de investigación, al menos como yo la entiendo, es una construcción post facto. Cuando uno está intentando construir un objeto de investigación (llámese “sufrimiento ambiental”, llámese “la zona gris”, llámese “colusión entre narcos y policías”) uno mira para adelante, hacia esta construcción, y para atrás de acuerdo con lo que le fue pensando de modo provisorio, y está esta idea de construir esta especie de sociología política de la marginalidad urbana.  Que empezó sin saber que era una agenda, era mi tesis doctoral: la idea de “la política de los pobres”, mirar el clientelismo. Mirar, en realidad, lo que vos decías: mirar la política popular sin entrarle por el lado por el que se le sigue entrando mayoritariamente al tema, que es el lado del peronismo. Yo recuerdo muy claramente mi idea de hacer un esfuerzo sistemático y sostenido de romper con la doxa de que “si tenemos que hablar de esto, tenemos que hablar de peronismo”. Después me di con la política peronista en la cabeza. Pero la idea para construir un objeto, en principio, era distanciarse de ese sentido común sobre el peronismo.

Pero sí, hay un hilo conductor que está en esta idea de “ladrillitos” en una agenda de una sociología de la marginalidad urbana. Pero que haya una agenda no me sirve mucho para anticipar cuál va a ser el próximo paso. Ahora, por ejemplo, estoy trabajando en un libro con Sofía Servián una estudiante de Antropología, que es de Quilmes, sobre “estrategias de sobrevivencia”. Y empezamos con la idea de “estrategias de sobrevivencia” y al poco tiempo me di cuenta que, en realidad, era una revisita a la idea de La política de los pobres. Es decir, la dimensión política de las estrategias de subsistencia. Y, en más de un sentido, partes del libro (que saldrá prontamente por Siglo XXI) son una especie de revisita crítica a La política de los pobres: quizá porque mi mirada ha cambiado un poco, quizá porque ha cambiado la propia realidad que miro. Empezamos a acentuar un poco más el carácter extorsivo de algunas prácticas ligadas al clientelismo que quizá antes no estaban o no había sabido mirar bien.

Vinculado a eso, a mí me impacto mucho leer Pacientes de Estado que ahora reeditó EUDEBA, sobre todo el modo en que el libro va transmitiendo una sensación, junto a los protagonistas de la historia, de cierta desolación. Te quería preguntar sobre esta idea de “pacientes”: ¿Qué implica esa espera tan particular? ¿Es una situación de simple pasividad o se trata de estrategias activas? 

Es una pregunta interesante porque, si bien no he recibido muchas críticas muy explícitas al trabajo, cuando veo algunas utilizaciones del libro hay como comentarios al pasar de que yo estoy hablando de que los pacientes son pacientes pasivos. Y esa no era la idea de que intentaba transmitir, sino más bien construir un objeto y poner la atención en él. Yo no estudio personas, estudio relaciones, los sociólogos, al menos, estudiamos relaciones y universos.  Y lo que yo quería era hacer énfasis en que la gente más desposeída  tiene que esperar más tiempo: qué significa, qué hace en la subjetividad, qué construye. Mirarlo a la manera de Foucault, un poco más productiva, y analizar cómo esta espera genera otras cosas.

De ninguna manera quería negar la iniciativa de estos actores y, hacia el final  del libro, señalo en un momento que mientras estamos haciendo estas observaciones la gente está protestando, está haciendo piquetes, está haciendo bardo. No estoy diciendo ni que todos los desposeídos de la ciudad están esperando, ni que  la espera es solo esperar. La gente hace cosas con la espera, pero al mismo tiempo sería medio antisociológico, para mí al menos, pensar de que esta espera no le hace nada a la gente.  Y es ahí donde quería enfatizar.

La totalidad de la experiencia de los llamados sectores populares es una mezcla de cosas: es ser paciente, es ser irreverente, es ser rebelde. Pero no es la tarea del sociólogo, me parece a mí, caracterizar todo lo que pasa. 

Hago mea culpa aquí. Porque es una crítica parecida a cuando yo publiqué La política de los pobres: decían “bueno, pero la política de los pobres no es solo el clientelismo”.  Yo nunca dije eso. Uno puede dejarse llevar por el título de algo, entonces: “la política de los pobres es esto” o “los pobres son pacientes del estado”. No tiene que ver con cómo uno construye un objeto en la sociología. Yo entiendo que un libro de sociología se lea de otro modo por el público en general y no se lea en clave sociológica. Entonces da la sensación de que yo estoy diciendo los pobres son pacientes del Estado, y no estoy diciendo eso, pero bueno es parte de los malos entendidos a los que es susceptible un análisis sociológico. Pero de ninguna manera estoy diciendo la espera es solo pasividad, de ninguna manera.

Sí sobre eso me interesa mucho pensando también esto como pacientes como un punto en un recorrido más amplio, porque justamente y pensaba mucho que es algo sobre lo que vos trabajas muy explícitamente, con lo que tus trabajos dialogan con la discusión más pública, en torno a cómo juegan no solo esas situaciones de vulnerabilidad social, de espera, de maltrato, sino a partir de estigmatización, digo pienso esta figura de los “planeros” que son tanto los destinatarios como aquellos  que están ahí esperando, y si vos ves, o sea cómo uno puede ver esas diferencias entre unos y otros actores, si es también una transición en el tiempo, si conviven, si uno son al mismo tiempo pacientes y al mismo tiempo forman parte de estas redes, y al mismo tiempo están en frente del ministerio  protestando, que lo veo ahí siempre en la universidad.

Sí, o sea lo que uno hace es un recorte de esa experiencia a los efectos de hacer análisis sociológico. Ahora, en la vida, en la ardua vida de los sectores populares, una persona, llamémosle Jimena, es piquetera a la mañana, cliente a la tarde, paciente a la medianoche, es sufriente, es activa, es pasiva, es muchas cosas al mismo tiempo. Nadie es una sola cosa.

La tarea del análisis sociológico es desentrañar esta relación con el Estado que es parte de un malentendido general, como se pensaba la política popular antes: cuando se decía, por ejemplo, “el clientelismo obtura la acción colectiva”.  Hay muchos trabajos de estos de hace veinte o treinta años. Y después uno se  empieza a dar cuenta que en realidad no, que las redes clientelares pueden ser soporte de acción colectiva, y hay muchos casos en Argentina y en América Latina que muestran que esto es así. Pensemos, por ejemplo, en el excelente trabajo del sociólogo Pablo Lapegna. Porque en realidad esto va de la mano con la propia experiencia de los sectores subalternos, que son, lo que en el libro de este último que estamos trabajando, son bricoladores, hacen bricolaje: “Bueno, ¿cómo hacemos para sobrevivir? Tenemos que darle el 10% al puntero local,  tenemos que ir a  una marcha, después tenemos que cortar la calle y tenemos  que ir con otro grupo piquetero, y lo hacemos”. Porque así es la actividad de la sobrevivencia, de la subsistencia y de la persistencia.

Yendo a esto, quería hacer una pregunta completamente intuitiva sobre la cuestión de la fragmentación social. Veo una disociación cada vez más acentuada, como si las personas no formaran parte de la misma comunidad política. Esto deriva y se manifiesta en cierta polarización política, pero no se agota allí. ¿Vos ves también esta fractura? ¿Esta disociación?

Es interesante porque, y voy a dar una respuesta contradictoria, por un lado, los indicadores objetivos hablan de una sociedad mucho más fragmentada, mucho más desigual, de un campo político mucho más polarizado. Ahora, depende uno dónde ponga el medidor de tiempo. Porque no quiero sonar cínico, pero si el campo político está polarizado hoy en la Argentina, ahora la gente no se mata una a otra, el Estado no está matando a opositores políticos. Digo, esto puede sonar medio trillado, pero es así.

En términos de estructura social, sí uno puede tener una mirada más desencantada: la fragmentación social, la polarización  social, el achicamiento de la clase media, el acrecentamiento de los sectores pobres, coincide con mi propia biografía. Uno puede poner el dedo en el tiempo y es a mediados de los ‘60 donde la estructura social empieza a implosionar. Entonces, esto para mí –y sobre esto tuve muchas conversaciones con la gente con la que fui coautora, que son más jóvenes-  es una especie de obstáculo epistemológico con el que tengo que luchar siempre. Porque yo siempre veo que la cosa se está deteriorando, porque mi punto de inicio es muy distinto que alguien que nació en el mediados de los 90 o el 2001, o que vivió el 2001 como la eclosión y que ahora las cosas están mejor, o alguien como mi última coautora que jamás hubiese pensado que iba a ser primera generación en la universidad. Para ella en realidad, si bien hay deterioro, no lo hay en su propia trayectoria: es hija de una empleada doméstica y ella va a terminar con una licenciatura en la Universidad de Buenos Aires, la universidad más prestigiosa del país.

Uno tiene que tener cuidado: por un lado, sí está esta fragmentación, sí está esta sensación de que mundos separados. Ahora bien, yo empecé a militar en el año 1984, iba  a Ingeniero Budge y a Santa Marta a dar clases de apoyo escolar. Para mis amigos conocidos, compañeros de la universidad, yo también me iba a otro planeta. Me acuerdo muy vívidamente estar haciendo una colecta de ropa después de una inundación en el año 87,  ir a los colegios del centro de Banfield y decir que colaboramos con un movimiento villero, y los chicos se mataban de la risa. Ya estaba la idea del estigma del villero, ese estigma no es nuevo.

Entonces, por eso te digo que es contradictorio: porque, por un lado, puedo decirte que sí está esta fragmentación, esta política popular, pero al mismo tiempo es una política popular que siempre está apuntando al Estado. Y en esto sí voy a sonar muy romántico y puede sonar tal vez populista: pero mucha de esta gente; muchos de los ocupadores de tierra del conurbano bonaerense;  mucha de la gente que es un incordio para sectores medios y medio bajos o sectores populares que tienen que ir a trabajar porque cortan el tráfico; mucha de esta gente imagina un futuro mejor para ellos viendo un futuro mejor para su comunidad. Esto puede sonar muy rosa, pero es la idea del ciudadano de Tocqueville, que no imaginaba una mejora propia sino en tanto y en cuanto una mejora de la comunidad. Una idea que me la recordó el gran libro de Lucas Rubinich, Contra el Homo Resignatus.

A mí también me resulta un incordio cada vez que estoy en Buenos Aires no poder llegar a tiempo, y quedarme varado en el tren o en tráfico. No estoy desmereciendo las preocupaciones, pero es un despropósito  acusar a esa gente como se hace, hacerle caer el estigma del “planero”. Eso es desconocer la realidad de todos los días de esta gente. Gente que trabaja mucho más que vos y yo, algo que se puede establecer de manera empírica. Por eso estoy entusiasmado con este nuevo proyecto, porque es a lo que nos dedicamos así granularmente en el libro sobre cómo siguen sobreviviendo los marginados. Si vos ves el tiempo que dedican a la sobrevivencia es mucho más que el de cualquier sector medio o medio alto, trabajan a destajo. También es cierto que a través del trabajo lo que buscan es ser integrados. Hay un circuito económico que se conecta muy poco con la sociedad más central, sí es cierto, al mismo tiempo, que son el sector informal de todos los sectores medios.

«Creo que la mejor manera de intervenir políticamente desde la sociología es haciendo trabajo riguroso y respetuoso de la evidencia. Entonces, cuando intervengo, trato de hacerlo desde la evidencia. Es decir, pasarme muchas horas hablando con gente, observando lo que hacen».

Ya me diste ganas de leer el libro nuevo. Te quería preguntar, porque está muy vinculado a esto, veo en tu trabajo un intento de, por un lado, desmoralizar los vínculos sociales y políticos y, al mismo tiempo, repolitizarlos en cierta racionalidad específica. ¿Qué implicó esta operación analítica para vos? Y, en términos públicos, ¿Con qué discursos tenés que seguir discutiendo estas cuestiones?

Mirá, lo que te voy a decir puede sonar muy empirista, de respeto a la evidencia. No es que yo no tengo una posición moral, la tengo, pero eso tiene que dejado de lado constantemente y es uno de los obstáculos más recurrentes en la etnografía como se hace aquí en los Estados Unidos, cuyo moralismo es muy dominante. Porque la idea predominate es que nuestra tarea es, digamos, hacer de esta gente una especie de héroes. Sin embargo, quizá por mi formación política o mi formación académica, en lo personal nunca tuve esta tentación de moralizar. Sí tuve, y lo admito, la tentación –que debo siempre tener que controlar y sublimar de alguna manera– de la intervención política. Pero también creo que la mejor manera de intervenir políticamente desde la sociología es haciendo trabajo riguroso y respetuoso de la evidencia. Entonces, cuando intervengo, trato de hacerlo desde la evidencia. Es decir, pasarme muchas horas hablando con gente, observando lo que hacen, yendo a actos (como en el caso de La política de los pobres o en Inflamable), o tratando de reconstruir cómo fue la trayectoria de los piqueteros (como en Vidas beligerantes), etcétera, etcétera, etcétera. Ser respetuoso de esa evidencia y ver, no porque yo quiera o tenga una agenda para demostrar la racionalidad, sino porque así se da lo que yo puedo reconstruir que está sucediendo.

Entonces, quiero resumirte con esto: yo tengo mucho respeto a la evidencia y, al mismo tiempo, esta especie de empirismo teóricamente inspirado es, en mi manera de ver, un intento político de conversar con estos discursos que andan dando vuelta. Sin ser näive al respecto, por ejemplo, cuando yo escribí La política de los pobres anticipé un estigma que hoy es mucho más dominante que lo que era hace 20 años. Si hoy es mucho más dominante eso no quiere decir que uno tenga que abandonar la idea de tratar de intervenir en esos discursos, pero te obliga a cierta modestia. Es una lección en modestia, de “¡Cuidado!, no me voy a engañar, porque yo haya dicho eso el discurso político va a ir por ahí”. Incluso, todo lo contrario. Porque lo que decís vos es muy cierto, estos discursos son más dominantes que nunca y es un sentido común incluso paradójico entre los sectores populares. 

Guardé para el final la pregunta sobre el narcotráfico que es un tema álgido en la historia reciente del Partido Socialista en Rosario y Santa Fe. ¿El narcotráfico es un fenómeno que altera sustancialmente el rumbo de la política en general y la política popular en particular?

Mirá, antes que nada una advertencia: creo que hay gente que conoce realmente sobre el narcotráfico mucho más que yo. En el libro lo que nosotros intentamos fue aislar analíticamente las relaciones entre policías y traficantes, siendo muy respetuosa de la literatura secundaria que hay en la Argentina y América Latina sobre el narcotráfico. Entonces, hecha esta aclaración, lo que lo que voy a contestar tiene que estar calificado como proveniente de alguien que no es especialista en narcotráfico, simplemente escribí un libro porque me interesaban estas relaciones y estas interacciones a nivel más micro y quería aislar eso.

Dicho esto: sí, mi sensación es que el narcotráfico no siempre, pero en el caso de la Argentina, en ciertos lugares, dadas las recompensas el dinero que se mueve y la violencia sistémica que tiende a estar presente en el narcotráfico  (no siempre está acompañado de violencia sistémica, pero suele estarlo), está alterando muy radicalmente la vida de los sectores populares. Está haciendo de lugares relativamente tranquilos entornos bastante violentos.

Argentina es un país que no tiene en general, en términos comparativos, tasas de violencia (medida como se la mide, por tasa de homicidio) altas, pero es el país en el que la violencia está creciendo más rápidamente en toda América Latina. De ahí la sensación que la gente tiene de vivir en una sociedad violenta. Porque nadie en el día a día va por la calle diciendo “No, acá estamos tranquilos porque no es El Salvador”. No, lo que está es comparando con su experiencia anterior y su experiencia le dice (tanto en sectores medios como en sectores más desposeídos) que se ha despacificado la vida cotidiana y esto lo atribuyen al tráfico y al consumo de drogas, que son dos temas distintos.

Lo que se sabe sobre el consumo de drogas es que, en realidad, los efectos psicofarmacológicos de las drogas no son los que generan la mayor parte de la violencia. Lo que genera violencia es el tráfico, las disputas adentro del universo de los traficantes porque no hay una tercera parte que pueda arbitrar esos conflictos. Entonces, mi sensación es que, por un lado, están cambiando la vida de los sectores subordinados y, por otro –y de eso sabemos bastante menos y ahí hay un libro por escribir si alguien se anima–, está cambiando la política. Nosotros usamos una fuente de datos que es novedosa de alguna manera, que son las escuchas telefónicas. Pero nadie escucha a jueces y a políticos. Y el dinero que se genera ahí solo es posible por el poder, es decir,  la condición de posibilidad de las relaciones que nosotros miramos están arriba, no están abajo. A nosotros como investigadores nos dejan ver solo ese universo, porque son los sectores más  vulnerables, con menos poder. Pero eso está sostenido desde el campo político y desde el campo  judicial, y de eso sabemos poco y nada. Está claro que está alterando la política, ese dinero financia la política, pero eso es todo intuición, es todo anecdótico, no sabemos mucho sobre eso.

«Argentina es un país que no tiene en general, en términos comparativos, tasas de violencia (medida como se la mide, por tasa de homicidio) altas, pero es el país en el que la violencia está creciendo más rápidamente en toda América Latina. De ahí la sensación que la gente tiene de vivir en una sociedad violenta».

Te quería preguntar justamente eso, aunque sea en clave intuitiva: ¿Cómo ves esta colusión derivada y fomentada por el narcotráfico? ¿Qué impacto tiene para la política y la estatalidad?

Bueno, en primer lugar hay que pensar que esto ocurre en un contexto de cambios en las rutas del narcotráfico y estos actores políticos locales lo controlan poco y nada. Es decir, más intervención en el Caribe generó que la ruta de la droga se moviese hacia México, más intervención en Centroamérica o en México hace que las rutas se muevan hacia el sur. Entonces, hoy en los informes globales sobre drogas y en noticias sobre drogas se menciona mucho más a la Argentina que a Colombia, por ejemplo, y esto no es casual, porque las drogas están moviéndose al sur y tampoco es casual que esto pase en Rosario. Entonces en esto hay poco control, me parece que es importante contextualizar lo mucho o poco que puedan hacer actores locales porque esto es mucho más grande que un partido o que un gobernante.

Por otro lado, me parece a mí que esto nos hace pensar en el tipo de Estado, en el tipo de campo político y las acciones dentro del campo político. Es decir, qué es lo que está sucediendo allí. Otra vez, no me gusta especular, sería contradecir un poco lo que te decía antes. Pero vamos a  ensayar algo y especular algo sin haberlo investigado. Quien sabe mucho del tema es el sociólogo Matías Dewey, cuyo trabajo yo sigo y admiro mucho. Pero, lo único que quiero decir es que pone un gran signo de interrogación en cómo  funcionan las instituciones democráticas, en cómo funciona el Estado y, sobre lo que sí hay evidencia, es que se está erosionando la relación entre sectores populares y el Estado. Una relación que costó mucho reconstruir después de muchos años de dictadura y de inestabilidad democrática, el narcotráfico está tiñendo esta relación y está haciendo que los sectores populares tengan un nivel de cinismo sobre un Estado que los debe proteger y que en realidad es cómplice con quienes ellos ven que están haciendo la vida más violenta. E, intuitivamente, ellos saben algo que vos y yo estamos conversando ahora: que esto no es sólo el dealer de la esquina o el policía y el comisario, sino que esto está siendo sostenido por algo más grande y ellos, como nosotros, tienen esa intuición de lo que yace en las sombras del Estado pero que es parte del Estado. Pero uno no puede tener un Estado que sólo esté a la luz el 10% de lo que hace. Si todo el resto es sombra, todos empezamos a sospechar de todo y la convivencia democrática empieza a ser un problema.

QUIÉN ES

Javier Auyero es profesor de sociología latinoamericana en la Universidad de Texas en Austin y director interino de LLILAS Benson Latin American Studies and Collections. Sus principales áreas de investigación, escritura y docencia son la marginalidad urbana, la etnografía política y la violencia colectiva. Fue editor de la revista  Qualitative Sociology  de 2005 a 2010 y director del Urban Ethnography Lab entre 2015 y 2020. Es el editor actual de la serie Global and Comparative Ethnography Series en Oxford University Press.

Auyero es autor de numerosos libros , entre ellos  se destacan La política de los pobres. Las prácticas clientelistas del peronismo (1998, Manantial),  Vidas beligerantes. Dos mujeres argentinas, dos protestas y la búsqueda de reconocimiento  (2003, UNQ) , La zona gris. Violencia colectiva y política partidaria en la Argentina contemporánea (2007, Siglo XXI),  Pacientes de Estado (2012, EUDEBA), Inflamable. Estudio del sufrimiento ambiental (2008, Paidós, con Débora Swistun), La violencia en los márgenes. Una maestra y un sociólogo en el conurbano bonaerense (2013, Katz, con María Fernanda Berti), entre otros. Todos publicados también en inglés.

Paulette Dieterlen: «Deberíamos ser capaces de pensar en un mundo en el que no exista la pobreza»

Paulette Dieterlen: «Deberíamos ser capaces de pensar en un mundo en el que no exista la pobreza»

Paulette Dieterlen es una destacada intelectual mexicana que ha desarrollado una interesante obra sobre la justicia y la desigualdad. En sus indagaciones, poliédricas y complejas, ha recorrido aristas diversas como la salud y la pobreza.

Desde hace décadas, Paulette Dieterlen, profesora e investigadora de la Universidad Autónoma de México (UNAM), se ha preocupado por la cuestión de la desigualdad y sus múltiples aristas. Problema perenne de nuestras sociedades, las desigualdades -para muchos inmanentes a la condición humana- han ido erosionando poco a poco las bases para nuestra convivencia y forjado comunidades cada vez más fragmentadas y segregadas.

En libros tales como Justicia distributiva y salud (FCE, 2015) o La pobreza: un estudio filosófico (FCE, 2003), entre muchos otros, Dieterlen ha propuesto combinar el análisis filosófico con una preocupación explícita por las asimetrías que afectan a nuestras sociedades. Reponiendo algunos debates, en particular anglosajones, sobre la teoría de la justicia y poniéndolos en diálogo con la realidad mexicana y latinoamericana, nuestra entrevistada ha procurado combinar la densidad analítica con una honda preocupación por el presente y el futuro. Entre sus preocupaciones más recientes, e incluso antes de que la pandemia del COVID-19 azotara el mundo, Dieterlen ha puesto el foco en el problema de la salud como un bien particularmente sensible en el camino de bregar por una sociedad más justa.

A raíz de sus muchos y muy interesantes trabajos sobre estos temas, que sin duda han ganado actualidad, le propusimos a Paulette Dieterlen este diálogo con La Vanguardia. Un recorrido que va desde algunas discusiones abstractas hasta los desafíos más urgentes y concretos, siempre con la misma preocupación: ¿Cómo construir una sociedad más igualitaria y, sobre todo, sin pobreza?.

En tu libro Justicia distributiva y salud se recorre un tema acuciante para las teorías de la justicia y que, lógicamente, ganó actualidad durante la pandemia reciente: ¿Por qué es la salud un tema tan complejo y, al mismo tiempo, central para pensar los problemas vinculados a la justicia?

En efecto, la salud es un problema sumamente complicado de tal suerte que solo podemos hablar, desde el punto de vista de la justicia distributiva, de su protección. Es un tema complejo porque, en general aquello que necesitamos para protegerla, está relacionado con bienes que son escasos. Durante la pandemia, la escasez tanto de bienes para combatirla y prevenirla, como para atender otras enfermedades, como el cáncer, apresuró  la necesidad de pensar en  políticas de distribución justas.

Entre los puntos centrales de esta discusión, que tocan obras tan disímiles como la de Michael Walzer o Ronald Dworkin, está el criterio de la “necesidad” como el que debería regular esta área tan sensible, sin embargo usted plantea algunas objeciones: ¿Cuáles son los problemas teóricos y prácticos de colocar la necesidad en el centro de esta discusión? ¿Qué alternativas existen?

De hecho, yo defiendo el concepto de necesidades. Por ejemplo, me baso en la idea de Norman Daniels  de que la necesidad de proteger la salud incrementa la posibilidad de tener acceso a un mayor número de oportunidades. Michael Walzer, por otra parte, también se refiere a tres criterios para distribuir ciertos bienes: las necesidades, el mercado y el mérito. Considera que la salud, también, pertenece al ámbito de las necesidades. Por su parte Ronald Dworkin se refiere más bien a los recursos que las personas eligen. Alguien puede escoger un seguro médico o adquirir algún otro bien.

«La salud es un problema sumamente complicado de tal suerte que solo podemos hablar, desde el punto de vista de la justicia distributiva, de su protección. Es un tema complejo porque, en general aquello que necesitamos para protegerla, está relacionado con bienes que son escasos».

Una de los problemas que se ven es que los sistemas de salud realmente existente suelen combinar modalidades privadas, públicas o mixtas (como en Argentina, donde efectores privados ofrecen servicios a obras sociales sindicales): ¿Cómo se conjuga esto con un debate sobre teorías de la justicia con pretensiones universalistas? ¿Hay alguna forma en que debates en apariencia tan abstractos impacten en reformas de sistemas de salud?

Me parece que en muchos países conviven tres modelos de distribución de la protección a la salud, privada, pública y mixta. Existen países en los que la seguridad pública es mínima como en los Estados Unidos y otro en los que, al contrario, lo que prevalece es la medicina pública como en Canadá. No hay que olvidar que las teorías de la justicia distributiva, por lo general, se basan en dos conceptos: la libertad y la igualdad. Los países que dan más peso a la libertad darán prioridad a la existencia de servicios privados, mientras que aquellos que valoran la igualdad propondrán y defenderán los servicios públicos.  Sin embargo, la defensa del concepto de la libertad plantea una noción de esta que no vaya en contra de la libertad de otras personas. Igual, están de acuerdo en que una enfermedad o discapacidad vulnera  la libertad porque disminuye las alternativas de elección. Por su parte la igualdad se ve afectada porque distingue de manera muy clara entre sanos y enfermos o discapacitados. Si valoramos los conceptos -libertad e igualdad- que acabamos de mencionar, la protección de la salud podría ser universal. Esperaríamos que estas discusiones tengan un impacto a la hora de implementar políticas públicas.

Una de las cuestiones que aparecen de forma recurrente en algunas teorías de la justicia es la enfermedad o la discapacidad como un factor que obtura la posibilidad de llevar una vida normal y, por lo tanto, obstaculiza la realización de ciertos proyectos de vida: ¿Esta noción de “normalidad” no puede ser discutida desde teorías críticas? ¿Qué desafíos plantea, como por ejemplo hace el igualitarismo de la suerte, la clasificación de dolencias y la hipótetica responsabilidad de quien la sufre (pienso, por ejemplo, en el caso de los fumadores)?

Efectivamente,  en la Teoría de la justicia John Rawls menciona la idea de la “normalidad”, lo que ha causado muchas críticas. Si bien, entiendo por qué se refiere a esta idea, no me parece adecuada para tratar problemas de protección de la salud. Creo que en las teorías críticas anticapitalistas definitivamente la normalidad no tiene cabida. Existen teorías de la justicia en la protección de la salud, como la de Norman Daniels, que se basan en una idea biológica de los seres humanos y definen la enfermedad o discapacidad como una desviación natural de un miembro típico de una especie. Hay otro grupo de filósofos que siguen la idea de Dworkin de que existe una suerte bruta y otra opcional. De acuerdo con la primera, una enfermedad puede surgir, aunque no hayamos hecho nada para que se manifieste, mientras que la segunda se debe a decisiones que las personas tomaron. Esta es la posición de los igualitaristas de la suerte. Por otro lado, la idea de la realización de ciertos proyectos de vida es difícil si pensamos en las personas de la tercera edad.

Otro de sus libros, La pobreza: un estudio filosófico, propone un objeto muy visitado por otras disciplinas, como la sociología o la economía, pero soslayado a veces por la filosofía política: ¿Qué peculiaridades presenta la pobreza como objeto de reflexión filosófico? ¿Qué puntos de contacto y qué diferencias tiene con la cuestión de la igualdad/desigualdad?

Me parece necesario que abordemos la pobreza desde un punto de vista filosófico ya que frente a este problema subyacen conceptos éticos como la forma en la que vemos a las personas. Por ejemplo, podemos considerarlas como generadores de una utilidad mínima, que no están informados sobre lo que les conviene o bien como fines en sí mismos, es decir, que tienen un valor inherente. Otro concepto que necesita un estudio desde el punto de vista de la filosofía es el de bienestar. Este concepto no es meramente cuantitativo sino también debe ayudarnos a visualizar ciertos fines y encontrar los medios para acercarse a ellos. Precisamente con el desarrollo de las teorías de la justicia distributiva el tema de la pobreza se ha vuelto central, ya que estas nos hablan de la posibilidad de acercarnos a sociedades más justas. Es necesario, para comprender la pobreza, el estudio de las grandes brechas de desigualdad, como las que existen en ciertos países en los que encontramos poderosas cúpulas empresariales junto a grupos de personas que están en un estado de pobreza extrema.

La cuestión de la pobreza trae aparejado siempre reflexiones que invitan, como por ejemplo en Peter Singer, al altruismo o a tomar conciencia de las causas evitables que conducen a daños e incluso a la muerte prematura: ¿Es preciso pensar la pobreza a una escala planetaria o se puede encarar de forma acotada a las comunidades nacionales? ¿El altruismo es suficiente o debemos pensar, como ocurre usualmente, en la intervención estatal?

Deberíamos ser capaces de pensar en un mundo en el que en ningún país existan personas en un estado de pobreza, es decir, que no tengan las necesidades mínimas satisfechas. Actualmente, en filosofía hay intentos muy interesantes sobre la pobreza global y sobre los conceptos filosóficos que deben respetarse en cualquier parte del mundo. Esto lo ha explicado y defendido Thomas Pogge. Quizá el más importante sea el de los derechos humanos, que si bien proceden de una cultura principalmente occidental han ayudado a establecer los límites mínimos de cómo no tratar a las personas. Los derechos humanos establecidos en diversas constituciones evitan que, por los usos y costumbres, se denigre a los seres humanos. Respecto al altruismo, la posición de Peter Singer ayuda porque nos permite considerarlo como una forma en la que el bienestar de los demás contribuye al propio. Esto sería la motivación por la que llevamos a cabo acciones altruistas. Hay otra forma de considerar el altruismo como racional, esto lo propone Thomas Nagel, que es la posibilidad que tenemos, por decirlo de alguna manera, de ponernos en los zapatos del otro. Sin embargo, parece que sólo en muy pocos casos podemos recurrir al altruismo para mitigar problemas como la pobreza, es necesaria la intervención estatal para generar políticas públicas para combatirla.

«Es necesario, para comprender la pobreza, el estudio de las grandes brechas de desigualdad, como las que existen en ciertos países en los que encontramos poderosas cúpulas empresariales junto a grupos de personas que están en un estado de pobreza extrema».

El debate de las teorías de la justicia, en especial a partir de Rawls, tiene un sesgo marcadamente liberal (sacando quizá el contingente heterogéneo de los comunitaristas) y anglosajón. Usted ha trabajado muchos años sobre estos autores: ¿Qué lugar tienen estas perspectivas en el debate intelectual y público mexicano y latinoamericano? ¿Existe una manifestación de ese liberalismo igualitario en nuestros países (mi intuición me indica que no o de forma muy marginal)?

A mi parecer, por lo menos en México, no ha habido una discusión en el ámbito político de estas teorías. Los debates se han quedado circunscritas al espacio académico. Lo más que ha pasado  es que a partir del levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos reconoce en el artículo segundo: “El derecho de los pueblos indígenas a la libre determinación se ejercerá en un marco constitucional de autonomía que asegure la unidad nacional. El reconocimiento de los pueblos y comunidades indígenas se hará en las constituciones y leyes de las entidades federativas, las que deberán tomar en cuenta, El derecho de los pueblos indígenas a la libre determinación se ejercerá en un marco constitucional de autonomía que asegure la unidad nacional”. Sin embargo, se habla de los límites en los que esto puede ejercerse y, para ello, se menciona los derechos humanos, como la libertad y la autonomía.

En la actualidad, a pesar de las manifestaciones académicas, estamos ante el avance de ciertas derechas e incluso extremas derechas (y tal vez algunas izquierdas) que riñen de forma explícita con estas banderas igualitarias y liberales (con excepción, tal vez, del feminismo): ¿Concuerda con este diagnóstico? ¿Cuáles creen que son los principales desafíos políticos del liberalismo progresista frente a este panorama?

Los desafíos del liberalismo progresista frente a los ataques de la extrema derecha y de algunas izquierdas se podrán lograr pueden si tomamos seriamente la lucha por los derechos humanos y la obligación el Estado de protegerlos. También es necesario que se respeten los derechos que han adquirido ciertas comunidades como las indígenas. Además, no podemos dejar que la desigualdad siga abatiendo a nuestros países. Asimismo, es indispensable que el Estado lleve a cabo políticas públicas que combatan, definitivamente, la pobreza.  

QUIÉN ES

Paulette Dieterlen obtuvo la Licenciatura en Filosofía por la Universidad Iberoamericana, la Maestría y el Doctorado en la misma disciplina por la UNAM y realizó estudios de maestría en el University College de la Universidad de Londres. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores de México desde 1990. Es investigadora del Instituto de Investigaciones Filosóficas, del cual fue Directora de 2000 a 2004, y es profesora de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

Ha publicado y compilado diversos libros sobre la justicia distributiva, la desigualdad y la pobreza, entre los que se destacan Justicia distributiva y salud (FCE, 2015), La pobreza: un estudio filosófico (FCE, 2003), Los derechos economicos y sociales: una mirada desde la filosofía (UNAM, 2010) y Justicia distributiva y pobreza (UNAM, 2016).

El odio de los sectores populares

El odio de los sectores populares

Frustraciones, estatus denegado, crisis de representación. El autor ensaya una explicación de los odios en sectores populares que se tientan ante propuestas autoritarias que los denostan.
La sociedad bulímica que describió el criminólogo Jock Young: deglute y vomita desde el consumo.

Hay palabras que opacan, que invitan a malentendidos, que ponen las cosas en lugares donde no se encuentran, aplanan. Algunas de ellas son “sectores populares”, una expresión llena de deseo, que confunde ingenuamente la representación subjetiva con la propia realidad objetiva.

Durante mucho tiempo, para gran parte de las izquierdas y el progresismo, los “sectores populares” eran una reserva de solidaridad, vida simple y buenas intenciones. Una palabra encantada, que le agregaba un manto de compasión al derrotero de sus integrantes.

Pero desde hace unos cuantos años, las cosas no parecen tan evidentes. Los sectores populares han sido tomados por los individualismos, mezquindades y resentimientos que encontramos en otros sectores sociales. Seguramente los sectores populares o el “pueblo”, como también se le llama, nunca fue un bloque, pero hoy está muy lejos de serlo. 

VAYA POR CASO EL ODIO

El odio dejó de ser patrimonio de las élites, ya no es el sentimiento que una clase ejercía contra otra clase, que cultivaban las elites no sólo para reproducir las desigualdades de clase sino para tramitar sus temores.

Hoy día encontramos el odio, consignas hechas de odio, en todo el universo social, tanto en las elites, como en las clases medias y también en los sectores populares.

Estamos frente a un odio híbrido, heterogéneo, que está hecho con los aportes generosos de todas las clases, con los residuos morales que van arrojando distintos sectores de distintas clases, incluso de los llamados sectores populares.

Porque no sólo se trata del odio sino de otros sentimientos profundos, muy cercanos al odio, como, por ejemplo, el miedo, el resentimiento, las vergüenzas, la envidia, los celos, la ira. Un odio que irán aplazando en el tiempo, es decir, depositándolo en bancos de odio, para, el día de mañana, movilizarse y ensayar una respuesta a los problemas con los que se miden.

No sólo se trata del odio sino de otros sentimientos profundos, muy cercanos al odio, como, por ejemplo, el miedo, el resentimiento, las vergüenzas, la envidia, los celos, la ira.

El odio que se guarda sincroniza las acciones, es el insumo moral que actualizan los linchamientos, los casos de justicia por mano propia, los escraches, las quemas o destrozamientos intencionadas de vivienda con la posterior deportación de grupos familiares enteros del barrio, la lapidación de policías o incendios de patrulleros, la difamación pública, los saqueos colectivos, etc.

Basta echar una ojeada a las protestas vecinales cubiertas y producidas por Crónica TV todas las noches, para darnos cuenta, que detrás de las acciones disruptivas y punitivas de los sectores populares estuvo trabajando durante años el odio. 

El telón de fondo de ese odio no está compuesto por las grandes desigualdades sociales, es decir, por los contrastes abruptos que existen en la gran ciudad, entre ricos y pobres, sino, sobre todo, por las pequeñas desigualdades sociales.

CONSUMO Y CONFLICTOS

Como dijo Francois Dubet en su libro La época de las pasiones tristes, el mercado y el consumismo ha puesto a comparar constantemente a los integrantes de estos sectores. Un consumo financiado por sistemas usurarios y descontrolados que van endeudando a estos sectores, al tiempo que suman nuevas frustraciones y más angustias.

El consumo, entonces, es fuente de comparaciones constantes y nuevas envidias, que están en la base de muchos conflictos cotidianos que se tramitan a través de violencias interpersonales, y las habladurías que llegan con los procesos de estigmatización. 

Pero hay algo más detrás del odio o, mejor dicho, de la incapacidad para desactivar el odio: La crisis de representación.

Conviene no indignarse frente a estas violencias, hay que desentrañarlas para evitar que los conflictos continúen escalando hacia los extremos.

Si la política no puede estar cerca de estos sectores, agregar sus intereses, si la justicia tampoco puede o quiere canalizar sus problemas, si las policías no los cuidan, entonces, el odio, será un sentimiento que deberán mantener vivo, aprender a cultivar y guardar para, el día de mañana, más temprano que tarde, ensayar alguna de las respuestas que citábamos arriba.

Y más allá de que fallen en sus intenciones, que reproduzcan las condiciones para sentirse más inseguros, servirán por el momento como válvula de escape para liberar tensiones.

Llenar de patadas al ladrón que agarraron in fraganti, quemar la casa donde vive el supuesto violador, destrozar la vivienda del transa, matar al vecino que nos hostiga, se han convertido en los nuevos repertorios de acción punitiva que están a disposición de cualquiera que tenga la cabeza gatillada. En ellos no está en juego la justicia sino la seguridad: se trata de reponer umbrales de tolerancia. 

Conviene no indignarse frente a estas violencias, hay que desentrañarlas para evitar que los conflictos continúen escalando hacia los extremos.

Nota del editor: el autor, prolífico escritor y criminólogo, aceptó la propuesta de esta revista de escribir sobre el aparente crecimiento de las opciones de extrema derecha, también en los sectores populares expuesto a la violencia del crimen organizado. El texto de Rodríguez Alzueta fue producido en un contexto particular: el debate sobre cómo está creciendo la violencia en parte de la sociedad, quizá agitada por retóricas de odio. No ha sido la voluntad del autor, pero desde esta redacción pensamos que su texto también puede ser puesto a dialogar con otras notas que publicamos recientemente, que bucean en las márgenes de la violencia (Auyero y Fernández, dixit). Proponemos el ejercicio de revisarlo junto con otras dos notas recientes publicadas aquí: "La ardua reconstrucción de un lenguaje común", de Javier Franzé. Y "Cosechar comunidad", de Bárbara Pistoia. Disfruten.