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Mitos y creencias de la ciencia y la innovación en la Argentina

Mitos y creencias de la ciencia y la innovación en la Argentina

La ciencia y la innovación han estado en el foco de discusión en los últimos tiempos a raíz del recorte presupuestario, este artículo se propone poner en entredicho algunos de los supuestos de tal debate.

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Resulta imposible, casi inimaginable, pensar un país desarrollarse genuinamente sin un nivel alto de recursos para investigación y desarrollo (I+D). Esta afirmación en este momento de la historia resulta prácticamente trivial, sin embargo en nuestro país esta discusión ha vuelto a tomar un papel central impulsada -principalmente- por los sucesivos intentos de recortes por parte del gobierno actual en diferentes áreas del aparato científico-técnico: universidades, presupuesto destinado a I+D y -la última y más representativa- la búsqueda en la reducción en el ingreso del número de investigadores al CONICET.

De esta forma, no existen argumentos sólidos -ya sea basados en un uso más eficiente de los recursos, o peor aún en un “exceso” de investigadores- que permitan arribar a una conclusión en la que menos recursos deriven en la mejoría de las políticas de ciencia, tecnología e innovación. En este contexto resulta imperioso dar un debate profundo al respecto. Esto implica pensar y repensar cómo mejorar ciertos indicadores puntuales, pero también la arquitectura institucional de nuestro sistema de innovación y “qué tipo de ciencia” queremos para nuestro país.

Llevar a cabo una discusión seria y realista sobre nuestro sistema de ciencia y tecnología requiere, en primer lugar, comprender sobre que principios está fundado. En particular, en el sector de las políticas públicas de Ciencia, Tecnología e Innovación (CTI) se han constituido un conjunto de “mitos” o “cajas negras”, que permanecen inalterables a lo largo del tiempo que en el contexto de la política partidaria suelen ser muy conocidas (por ejemplo, que la ciencia y tecnología son fundamentales para el desarrollo). Sin embargo, adquieren particular relevancia cuando son en gran parte los mismos integrantes del sistema científico los que muchas veces se encuentran repitiendo estas afirmaciones sobre el funcionamiento del sistema de CTI.

Las bases sobre las que se fundan nuestras ideas acerca de cómo debe funcionar nuestro sistema científico-tecnológico poseen una larga tradición, que comenzó en los años ´50, cuando los países centrales dieron lugar a los primeras versiones de lo que hoy todos conocemos como política científica. Con el paso del tiempo y especialmente a partir de los años ´80, en nuestra región se asiste a un proceso de replicación de un conjunto de políticas que, al margen de los matices, se asientan sobre un conjunto de premisas que se sostienen hasta nuestros días.

[blockquote author=»» pull=»normal»] Toda investigación e investigador construye social e ideológicamente su práctica, y toda disciplina -desde las más “duras” a las más “blandas”- están socialmente construidas.[/blockquote]

Resulta interesante recordar que, sin embargo, nuestra región fue pionera en la generación de discusiones respecto de la necesidad de tener una política científica “propia” y que responda a las demandas y necesidades de nuestros países. De esta forma, diferentes autores como Jorge Sábato, Oscar Varsavsky, Amilcar Herrera y otros, dieron forma al denominado PLACTS (Pensamiento Latinoamericano en Ciencia, Tecnología y Sociedad). Este grupo marcó un punto central sobre el que debemos partir: el carácter fuertemente ideológico de las políticas científicas y de la ciencia en sí misma.

Al margen de argumentos harto conocidos -como el célebre caso Lysenko- resulta, de mínima, obstinado negar el carácter ideológico de la práctica científica. Este enfoque ha sido trabajado por varios investigadores del campo de los Estudios Sociales de la Ciencia y la Tecnología (ESCyT), campo de larga tradición a nivel internacional y en nuestro país. Si bien el número de temáticas estudiadas por los investigadores de este rama del conocimiento es amplio, nos interesa destacar aquellos asociados específicamente a la sociología de la ciencia (o sociología de la práctica científica) que han demostrado acabadamente como toda investigación e investigador construye social e ideológicamente su práctica, y que toda disciplina -desde las más “duras” a las más “blandas”- están socialmente construidas.

Esta definición resulta útil para realizar muchos análisis, pero a los fines de discutir la política científica en nuestro país vamos a tomar sólo algunos supuestos.

El primer rasgo que caracteriza la forma en la que se piensa la generación de conocimiento en nuestro país es el referido al modelo lineal de innovación. Esta idea, que podría definirse como hegemónica en el marco de los discursos y las practicas, establece que la generación de conocimiento realiza un camino lineal que va desde la “investigación básica” hasta la “investigación aplicada”. De esta forma, es muy común escuchar apreciaciones sobre la práctica que cada científico realiza separándose en compartimientos donde no existe interacción y en el cual alguien que hace ciencia “aplicada” estaría trabajando en la supuesta resolución de un problema, mientras que aquel que hace ciencia básica trabaja de un modo disociado o haciendo ciencia por la ciencia misma.

Esta primera división es la más común y posee varias aristas para analizar. Sin embargo, resulta interesante preguntarse cuáles son los límites concretos entre lo básico y lo aplicado. Cómo se establece la relación entre uno y otro. Particularmente reflexionar cómo los investigadores se piensan respecto de un “problema potencial” a resolver y cuál es la influencia de los mismos sobre la definición de una agenda de investigación.
Este mismo modelo continuaría con investigadores que trabajan en algo que se podría denominar desarrollo experimental, para finalmente dar lugar a un conocimiento “socialmente útil”. Este último es el que, en algún punto, estuvo en discusión en el conflicto ocurrido en diciembre pasado. Desde distintos estamentos, inclusive desde la misma comunidad científica, se señaló: el problema no es financiar investigación, siempre y cuando que se privilegie aquella “socialmente útil”.

Ahora bien, ¿De qué hablamos cuando nos referimos a conocimiento socialmente útil? En este punto las respuestas son varias, pero a grandes rasgos se hace referencia a la “transferencia” de conocimientos, y también a un conocimiento abocado a resolver problemas, como “descubrir la cura de X enfermedad”, “resolver problemas del país” o alguna frase similar.

El concepto de transferencia, es también altamente utilizado por investigadores y funcionarios. En líneas generales se lo entiende como un conocimiento generado en una institución, que “es tomado” por alguien que lo demanda y, finalmente, utilizado para una determinada finalidad. Si bien esta definición es útil a fines prácticos, el transferir conocimiento suele ser un proceso mucho más complejo que una creación en abstracto que es tomada por un actor cualquiera y utilizada.

Probablemente, en un espacio de discusión sobre esta temática, lo anterior sería bastante cuestionado. Se argumentaría que la transferencia como tal existe, se buscaría ejemplos y hasta se tildaría de absurdo hacer referencia a una construcción social en proceso “tecnológico”. Sin embargo, la finalidad de este texto no es la de marcar una posición irreductible. Es la de intentar comprender críticamente como ocurren ciertos procesos internalizados en el mundo académico.

La base conceptual de la transferencia se deriva de dos modelizaciones respecto de la creación de conocimiento y su relación con el entorno. Estos son los modelos conocidos genéricamente como: “science push” y “demand pull”. El primero, también llamado modelo “ofertista” está relacionado a lo mencionado anteriormente. Se piensa a las instituciones de I+D como generadoras de una “bolsa” de conocimiento a disposición de los actores -normalmente las empresas- quienes acuden a éstas y pagan por éste.

[blockquote author=»» pull=»normal»] El problema no está en que las empresas no recurran al Estado, sino más bien en que el Estado diseña políticas públicas partiendo del supuesto de que sí recurrirán.[/blockquote]

El modelo traccionado por demanda se denomina “demand pull” y podría definirse como inverso al anterior. En este caso, las instituciones generan un conocimiento supuestamente demandado por las empresas para resolver determinados problemas productivos. Este es también común en los discursos hegemónicos del campo, y parte medular del típico discurso “transferencista”.

Sin embargo, para sorpresa de nuestro sistema de I+D -que ha fluctuado entre ambos modelos y continúa haciéndolo- varias investigaciones ya han demostrado acabadamente que ninguno de estas dos perspectivas ha operado de manera consistente en nuestro país. Nuevamente se podría recurrir a ejemplos, sin embargo cuando se indaga en profundidad y se deconstruye el funcionamiento de aquellas experiencias catalogadas como exitosas seguramente nos encontremos que están muy lejos de la idealidad enunciada en cada uno de los modelos expuestos.

¿Cómo se explica esto? En primer lugar, lo usual es que al último sitio al que concurre una firma para resolver un problema es a una institución del sistema público de I+D. Y no sólo esto, las firmas pasan por varios pasos internos y, en caso de no poder llegar a una solución, recién en ese momento deciden recurrir al Estado. El problema no está en que las empresas no recurran al Estado, sino más bien en que el Estado diseña políticas públicas partiendo del supuesto de que sí recurrirán.

Podríamos concluir, en forma provisoria, que más allá de las cuestiones que se escuchan o las creencias acerca de la necesidad de hacer conocimiento que necesitan las empresas, nuestro país ha intentado trabajar en repetidas oportunidades en este sentido. Probablemente haya sido el basarse en creencias infundadas sobre lo que debe ser la producción de conocimiento, y no en los hechos realmente existentes, lo que ha generado gran parte de los errores al concebir nuestro sistema de Ciencia y Técnica.