Generic selectors
Exact matches only
Search in title
Search in content
Post Type Selectors
Opciones y oportunidades ante la crisis: cuando los caminos se bifurcan

Opciones y oportunidades ante la crisis: cuando los caminos se bifurcan

Islandia, inicialmente próspera, enfrentó una crisis económica profunda que llevó a la devaluación y la recesión. La corrupción política y la crisis financiera empeoraron la situación. A pesar de los recursos naturales y las inversiones en criptomonedas, la mejora económica fue desigual y la calidad de vida disminuyó. La crisis presentó oportunidades para el cambio, pero también riesgos de estancamiento y desigualdad. Una dilema con moraleja para la Argentina.

La sociedad consideraba a los hombres de negocios como héroes, se pensaba un futuro promisorio. Al poco tiempo llegó la crisis, afectando al país en cuestión de manera profunda. La caída del producto bruto interno (PBI) resultó de las más pronunciadas, mientras vastos sectores de la población perdían sus trabajo y ahorros, muchos cayeron en la pobreza. 

La crisis que afectó al país en cuestión indujo una fuerte devaluación que profundizó aún más la recesión, mientras crecía la inflación el sector financiero se hallaba fuertemente comprometido. La gravedad de la situación obligó al gobierno a recurrir al Fondo Monetario Internacional (FMI).

En el país en cuestión la reputación de la clase política resultó fuertemente afectada, los partidos políticos tradicionales, que hasta dicho momento habían dominado el escenario político, resultaron fuertemente desprestigiados. En los titulares de los principales medios periodísticos abundaban las denuncias de corrupción, se ventilaban los negociados de políticos y empresarios, o empresarios devenidos en políticos, saltaban datos de sus cuentas en los principales paraísos fiscales. 

El país en cuestión, afortunadamente, se hallaba bendecido de recursos naturales. Producía alimentos y energía a precios competitivos. Esto último atrajo inversiones en “minería de criptomonedas”, actividad electro-intensiva. La crisis imponía una mayor explotación de los recursos naturales, para la dirigencia ello representaba la alternativa más rápida para obtener divisas y sortear la falta de fondos que mostraba la situación. A menudo se suscribió nueva deuda para dinamizar el nuevo sector, la historia sin fin. 

Fruto de la devaluación, la posición externa del país en cuestión mejoró rápidamente. Pero no tanto. La mejora económica resultaba desigual, la caída en la calidad de vida seguía perjudicando a numerosas familias.

El país en cuestión es considerado “pequeño”, tal la calificación brindada por los manuales de economía internacional. Tal situación describe la imposibilidad de influir sobre la dinámica de los mercados internacionales, supongamos de energía o alimentos. El mismo manual plantea mercados globales operando en un marco competitivo. Las ventajas competitivas, al decir de David Ricardo, dinamizan el comercio al tiempo que garantizan el bienestar de los pueblos.

Aquellos que avanzaron lo hicieron a partir de recrear nuevas habilidades, generar ventajas dinámicas donde el Estado juega un rol preponderante, sea regulando bien promoviendo la “salida global” de sus empresas. Pensemos aquí en los aportes teóricos de Paul Krugman, o en las contribuciones empíricas de Alice Amsden, Ha-Joon Chang o Justin Lin.

Éste no es el ámbito para analizar la validez de esta teoría, aunque convendría observar visiones de economía internacional más recientes para así, por caso, comprender el éxito exportador de Japón, Corea del Sur o China. Aquellos que avanzaron lo hicieron a partir de recrear nuevas habilidades, generar ventajas dinámicas donde el Estado juega un rol preponderante, sea regulando bien promoviendo la “salida global” de sus empresas. Pensemos aquí en los aportes teóricos de Paul Krugman, o en las contribuciones empíricas de Alice Amsden, Ha-Joon Chang o Justin Lin.

Dejemos aquí el debate académico, cambiemos el ángulo de análisis.

Si en la década de los noventa la globalización cegó a los hacedores de política de la verdad revelada detrás del “milagro asiático”, veinte años más tarde el ascenso de China le mostraría su plena validez. Adentrado el siglo XXI, sin embargo, la geopolítica devendrá la visión preponderante de la economía global. Comercio e inversiones se ven interpeladas por nuevas aproximaciones. Las políticas de industrialización ya no están cuestionadas, hasta el propio Fondo las promueve. También acepta la conveniencia de introducir medidas macro-prudenciales para evitar los excesos que a menudo provoca la globalización financiera, una versión edulcorada de los controles de capitales vigentes en la posguerra.  

PUNTOS DE QUIEBRE EN LAS CRISIS

Es momento donde los caminos se bifurcan, se descubren alternativas. Las historias nos presentan lecciones. Las crisis cuestionan, implican el devenir de momentos críticos, puntos de quiebre, reflejan un camino plagado de riesgos, pero también de oportunidades. Y, como manejando en una ruta, observamos múltiples señales. Algunas salidas pueden conducirnos al estancamiento, terminar implementando un programa de “ajuste perpetuo” en beneficio de la minoría. Pero si elegimos convenientemente, la ruta puede conducirnos a un futuro más justo, más inclusivo. Cuando se presenta la bifurcación se relajan, momentáneamente, las restricciones políticas habituales. Estamos frente a un momento crítico, fundacional, que brinda la oportunidad para un profundo cambios en la organización social, en la protección ambiental. 

Atravesar un momento crítico, sin embargo, no necesariamente nos lleva al cambio transformador. Algunas coyunturas refuerzan el modelo preexistente. Tal es el caso de Argentina, la tierra de las grandes oportunidades a menudo desperdiciadas. El faro cultural de América Latina, hoy gobernado por la extrema derecha que se disfraza de liberal, pero actúa de manera poco republicana.

Si elegimos convenientemente, la ruta puede conducirnos a un futuro más justo, más inclusivo. Cuando se presenta la bifurcación se relajan, momentáneamente, las restricciones políticas habituales. Estamos frente a un momento crítico, fundacional, que brinda la oportunidad para un profundo cambios en la organización social, en la protección ambiental. 

De crisis en crisis desde los 70’s, la sociedad argentina no logró superar el modelo de industrialización por sustitución de importaciones (ISI), pese a los límites que éste mostraba. Con la apertura financiera se terminó frustrando cualquier intento de crecimiento con inclusión, toda política que intente minimizar la volatilidad que acompaña a la libre movilidad de capitales resulta ampliamente resistida. Toda herramienta que tienda a controlar los movimientos financieros transfronterizos resulta fuertemente cuestionada. Para las élites, todo resuena a keynesianismo

El país se caracteriza también por la prevalencia de un consenso extractivo, ayer auspiciado por gobiernos neoliberales o neo-desarrollistas, hoy instrumentado por el gobierno de extrema derecha y los mandatarios provinciales. Solo es posible salir de la crisis en cuestión a partir de los recursos, uno de los puntos centrales del gran “Acuerdo de Mayo” propuesto por Javier Milei. Ello implica, entre otras cosas, no desaprovechar la oportunidad que brinda Vaca Muerta. Aprovechándose de diversas ventajas impositivas, así como de amplios subsidios, en Zapala, localidad de la provincia del Neuquén, la energía eléctrica resulta extremadamente barata. Al menos para aquellos empresarios dedicados al minado de criptomonedas, actividad que describen como motor de desarrollo – obviamente, con escaso recelo por sus efectos sobre el medio ambiente.   

Si queremos arreglar la situación del país de manera definitiva, no queda otra que el ajuste y la degradación del medio ambiente. Aunque la austeridad castiga a muchos y beneficia a unos pocos. Pensemos sino cuales son los sectores que ganaron y perdieron después de 100 días de La Libertad Avanza en el poder. Los salarios se pulverizan, las pensiones se licuan, aumentan los despidos, se cierran dependencias públicas. Se propone eliminar las excepciones a la ley de glaciares, avanzar con el extractivismo a toda costa.

Mientras tanto, aumentan las prepagas, los servicios públicos devienen impagables, el aumento en los combustibles brinda ganancias extraordinarias a las petroleras, el sector financiero florece mientras las reservas de litio se regalan al mejor postor. Y así más. Libertad para los capitales. Libertad para contaminar el medio ambiente. Para las élites, el juego es a todo o nada. En nombre del mercado se justifica, con crueldad, los costos que generan las medidas, las mayorías sufren mientras el círculo rojo festeja.

Afortunadamente, abundan los ejemplos de crisis económicas profundas que devinieron en oportunidades. Tal es el caso de Islandia. Un país pequeño, tanto en lo poblacional como en lo económico, ciertamente mucho menos relevante que Argentina en el contexto internacional. 

Expuesto como modelo por su nivel de integración financiera y apertura económica, este país resultó fuertemente expuesto por la crisis financiera global (CFG) del 2008. La crisis fue total, a la abrupta caída en el nivel de actividad sumó el colapso del sistema financiero: los tres principales bancos se declararon en quiebra. Al momento de la CFG, los activos combinados de estos bancos representaban 14 veces más que el PBI de Islandia. Los inversores olían sangre, particularmente aquellos asentados en Gran Bretaña – recordemos que estas entidades financieras captaron gran parte de sus depósitos en la plaza financiera de Londres. Pero las autoridades lograron un acuerdo histórico con el Fondo, que reconoció la necesidad de reintroducir el control a los capitales transfronterizos. 

En el acuerdo stand by (ASB) firmado a fines del 2008 Islandia acordó con el Fondo introducir medidas de control de capitales, cuya permanencia se estimaba en un semestre. Pero fue en 2017 cuando estas medidas comienzaron a ser revertidas, aunque parcialmente: el control perduró hasta 2021. Al mismo tiempo, el gobierno introdujo una serie de regulaciones destinadas a preservar la estabilidad del sistema financiero doméstico. Le permitió a las autoridades de la isla estabilizar el tipo de cambio, reprogramar su deuda al tiempo que diversificaron la economía.

ISLANDIA SI PUDO

El recambio político, por otra parte, permitió a Katrín Jakobsdóttir acceder en 2017 al poder. A partir de ese momento, la Primera Ministra, parte de la coalición de izquierda – verde, comenzó a implementar una serie de medidas políticas transformadoras. Pero fue la pandemia primero, la invasión de Ucrania después, lo que terminó de moldear una nueva visión.

Ante la irrupción de nuevos eventos críticos, y el agravamiento de la crisis geopolítica, Jakobsdóttir decidió prohibir la minería de criptomonedas, actividad que consumía más electricidad que la totalidad de la población de la isla. Al mismo tiempo, el gobierno introducía un programa agrícola destinado a fortalecer la seguridad alimentaria tanto como aquella de corte energético. Tal decisión no resulta aislada. Este tipo de política fue central en numerosos países de Asia, vital para China o India. Tras la invasión de Crimea en 2014, también la UE comenzó a reconocer la necesidad de este tipo de medidas. La escalada de Rusia fortaleció esta política. 

Hasta aquí las lecciones del país en cuestión, una historia abierta a finales diversos. Uno distópico, que privilegia la rentabilidad de unos pocos a costa del sacrificio de la mayoría tanto como la denigración del medio ambiente. La pobreza que corroe el tejido social de una Argentina que supo iluminar culturalmente a la región. Una crisis de biodiversidad que se oculta, tanto como se niega el cambio climático. Otro promisorio, que resalta la búsqueda de un futuro inclusivo y sostenible. Donde la ética sustentó el diseño de políticas públicas, planificar medidas para evitar las hambrunas del mañana o garantizar el calefaccionamiento de los hogares.

Escapa a este artículo destacar que nos depara el futuro. Lo único que puede asegurarse es la imposibilidad de volver al pasado. A veces, la libertad atrasa. 

Ni capital ni humano:  alegato en favor de la política social

Ni capital ni humano:  alegato en favor de la política social

Las ideas del capital humano no solucionarán los graves problemas sociales de la Argentina. Su propósito de reponer capacidades en los individuos no contempla la complejidad de la crisis. Hay que fortalecer las instituciones universales y revisar los servicios e instrumentos de la política social. Y discutir el sentido común imperante que impugna la legitimidad de lo público.

Empiezo por el final. Lejos de la mirada oficial –que parece imponerse en el debate público- Argentina necesita más y mejor política social. En plural, es decir, programas asistenciales de calidad y sectores robustecidos y articulados– en educación, vivienda, hábitat, ambiente, salud, transporte-. Y en singular, esto es, una línea de intervención integral basada en buenos diagnósticos y evaluación de resultados, orientada por ideas sólidas y objetivos éticos y sostenida por acuerdos amplios y voluntad política entre los gobiernos de todos los niveles. Una política social que descargue de las espaldas de las personas la responsabilidad permanente de sostener la vida, en otras palabras, que alivie los peregrinajes por la atención de la salud, por la gestión de la comida cotidiana y por la generación de ingresos miserables a sísifos desesperados y agotados que deambulan en el medio de la devastación general.

Pero el país de hoy parece dirigirse en sentido contrario. Al tiempo que la cuestión social se presenta ingobernable con niveles de pobreza inéditos y creciendo (57% de los argentinos son pobres según estima el Observatorio de la Deuda Social de la UCA), las instituciones, programas, instrumentos y financiamiento de la política social son fuertemente cuestionados desde la nueva administración. A cambio, el flamante gobierno propone una filosofía del “capital humano”, que mira de frente y fijo a los individuos y apuesta a regenerar sus capacidades como método para salir de la pobreza. Esta filosofía, hay que reconocerlo, ha sido legitimada en las urnas por buena parte de la sociedad argentina, en gran medida -según coinciden politólogos, sociólogos y antropólogos- fruto del hartazgo respecto de las promesas incumplidas y de las presiones fiscales del Estado, que se ha traducido en una impugnación global al gasto social y a todo lo que huela a público.     

En estas líneas quiero conversar con estas dos ideas. La del capital humano como respuesta de política a la cuestión social y la de la repulsión al Estado y a lo público que parece imponerse en el sentido común. En especial, me interesa reflexionar sobre lo que implica este tiempo detenido y cuestionado de la política social, de cara a nuestra tradición igualitarista y a las gravísimas fracturas que reclaman soluciones urgentes.

 

¿HAY ALGO NUEVO EN LO QUE PROPONE EL CAPITAL HUMANO? 

El giro a la ultraderecha que vive el país con la asunción de Milei no hace sino volver a echar un nuevo manto de oscuridad a la política social, que parodia al que denunciaban Rubén Lo Vuolo y Alberto Barbeito en tiempos de las reformas neoliberales de los años noventa. Uno en el que la mano izquierda del Estado al decir de Bourdieu (la que cuida la vida y ciertos niveles de integración aceptables) parece maniatada y solo autorizada a moverse para digitar ayudas puntuales que permitan que los individuos recuperen ambición y salgan a correr en el juego de la vida. 

«Nosotros les vamos a enseñar a pescar, a construir la caña de pescar y si es posible a que tengan una empresa de pesca y sean libres», sostuvo Milei en la campaña presidencial, pero por ahora solo atinó a detener la máquina gastada del bienestar, suspendiendo todo proceso de política pública en la búsqueda del déficit cero.

La matriz conceptual del “capital humano”, en la que se basa la nueva gestión de lo social, sostiene que la herramienta fundamental para enfrentar el problema de la pobreza consiste en reponer activos educativos en los individuos con el objeto de que se reinserten en el mercado laboral, reduciendo al mínimo toda intervención estatal en otros campos del bienestar por considerarla disruptiva, cara e innecesaria. Y hasta injusta, en tanto cualquier forma de gasto social, cualquier movimiento de redistribución de los ingresos de la sociedad, se desvincula del mérito y el esfuerzo de los individuos para regirse por una lógica de reparto, discrecional y espuria, a quienes no lo merecen por no haberse empeñado suficientemente en no ser pobres.  

Esta parece ser la apuesta del nuevo ministerio de Capital Humano, cuyo objetivo explícito es llevar a la política social a la definición más minimalista posible: atender a las personas que “tienen hambre” y que estén en situaciones de extrema vulnerabilidad. Rebajar el estatus de los ministerios de Trabajo, Educación, Desarrollo Urbano y Vivienda, Cultura, Ambiente, entre otros, al rango de secretarías, dejar en suspenso la designación de direcciones clave, que quedan sin firma, tomarse un tiempo para examinar la implementación de programas que atienden necesidades extremas (v.g. medicamentos, becas) dejando a la intemperie a conjuntos sociales muy vulnerables, o interrumpir partidas alimentarias a los comedores comunitarios, no son meras externalidades negativas. Son síntomas de la estrategia.

«Es cuanto menos ingenuo pensar que se pueden reponer activos mágicamente en poblaciones que desde hace décadas vienen acumulando desventajas, sepultando sus expectativas y viendo lacerada su subjetividad».

Pues bien, quienes nos dedicamos a estudiar y a producir políticas sociales sabemos que este enfoque supone una fatal regresión en la visión de la pobreza, que ha sido rebatida conceptualmente y que además tiene costos sociales muy altos. Y que desarmar por completo la institucionalidad de la intervención social del Estado, por considerarla corrupta o ineficiente, no resolverá en absoluto el problema. En primer lugar, porque la idea opera a partir del establecimiento de una suerte de línea de base (un punto cero de intervención) –“los pobres”– desconociendo que se dirige a grupos sociales amplísimos y diversos que vienen sufriendo marginaciones y el deterioro de su calidad de vida desde hace mucho tiempo. Ninguna política pública puede desconocer la variable “tiempo” en sus apuestas. La política social del capital humano, tampoco. Y es cuanto menos ingenuo pensar que se pueden reponer activos mágicamente en poblaciones que desde hace décadas vienen acumulando desventajas, sepultando sus expectativas y viendo lacerada su subjetividad.

 En segundo lugar, el “capital humano” desconoce y cuestiona cualquier forma de organización colectiva de la reproducción de la vida, lo que va a contramano de lo que está ocurriendo en el mundo (también en los países desarrollados) que avanza hacia el fomento de formas de economía mixta, donde los emprendimientos sociales y las cooperativas conviven con el empleo formal privado y el del sector público y están generando ingresos que no solo ponen paños fríos a la pobreza e indigencia sino que generan valor y nuevas formas de sociabilidad e identidad.

«En el caso argentino, específicamente, los programas sociales compensatorios de los tempranos ‘90 y a hasta pasada la crisis del 2001 descansaron en esta idea de que era necesario reponer capitales faltantes en los individuos y que de la sumatoria de esas micro intervenciones astilladas (de capacitación, de empleo comunitario, alimentarias, habitacionales, sanitarias), derivadas del gerenciamiento de la pobreza, emanaría un desarrollo social nuevo».

 En tercer término, el “capital humano”, pregonado como una alternativa novedosa, viene de lejos (por lo menos de la década del ‘60 cuando Gary Becker publicó el libro homónimo) y comparte con otras perspectivas liberales de la pobreza, como la economía del bienestar, una vieja idea: que el problema deriva de las características y las actitudes de los pobres y la solución, también. Este argumento, con matices, tuvo una vasta trayectoria de aplicación en América Latina tras el llamado Consenso de Washington y ha mostrado importantes limitaciones. En el caso argentino, específicamente, los programas sociales compensatorios de los tempranos ‘90 y a hasta pasada la crisis del 2001 descansaron en esta idea de que era necesario reponer capitales faltantes en los individuos y que de la sumatoria de esas micro intervenciones astilladas (de capacitación, de empleo comunitario, alimentarias, habitacionales, sanitarias), derivadas del gerenciamiento de la pobreza, emanaría un desarrollo social nuevo.

Pero no ocurrió. Con los años ha quedado demostrado que la pobreza derivada de la crisis del empleo formal, el crecimiento exponencial de la marginalidad urbana y la territorialización de la cuestión social reclama ser comprendida e intervenida en su multidimensionalidad. De hecho, la gestión de los programas sociales luego de la crisis del 2001 –con el Jefes de Hogar Desocupados operando como bisagra- intentó reorientarse hacia una lógica integral, con la idea de que la sumatoria de proyectos focalizados no resolvía el problema. Los organismos multilaterales no sólo apoyaron este nuevo giro, sino que lo promovieron con programas socio productivos y de mejoramiento barrial. 

Así, desde la postconvertibilidad la política social inició un proceso de “des-asistencialización” –ciertamente más rápido en el discurso que en los hechos- en el que lógica de la intervención social del Estado reemplazó la compensación de activos por la generación de redes seguridad de ingresos que impidieran a la población caer en la pobreza. Así, por ejemplo, los programas de transferencias monetarias condicionadas de base familiar exigían ya no la contraprestación en forma de trabajo sino el cumplimiento de compromisos de atención de la salud y escolarización de los hijos. A la par, comenzaron a reconocerse, como parte de las alternativas de reproducción de la vida para los trabajadores expulsados del mercado laboral formal, a las iniciativas de economía asociativa comunitaria vinculadas a la economía social, las que contaban – entre otras cosas- con una memoria reciente de experiencias colectivas para resolver el hambre tales como las ollas populares de 1989 y los clubes del trueque de 2001. 

«Con los años ha quedado demostrado que la pobreza derivada de la crisis del empleo formal, el crecimiento exponencial de la marginalidad urbana y la territorialización de la cuestión social reclama ser comprendida e intervenida en su multidimensionalidad».

Más allá de los debates sobre si los programas de esta nueva era lograban o no sus objetivos de inclusión social y dinamizaban formas autosustentables y respetuosas de los procesos cooperativos, programas como Familias por la Inclusión Social, Argentina Trabaja o Ellas hacen y luego la AUH, contribuían a desindividualizar relativamente el problema de reproducción de la vida y a poner al Estado –es decir a la sociedad en su conjunto- como responsable del asunto de la reproducción social.  

Desde entonces a esta parte, el debate de la política social se trenzó en torno a: si ese nuevo paradigma con tendencia a la cobertura universal de los beneficiarios era en verdad universal o si, por el contrario, persistían profundas brechas de bienestar entre los trabajadores formales (y sus familias) y la población marginalizada a la que le llegaban protecciones de segunda categoría, atadas a condicionalidades y la disponibilidad presupuestaria. También se puso en el foco de la discusión la articulación de las exigencias de cumplimiento de condicionalidades sanitarias y educativas con la calidad y oportunidad en el acceso de los beneficiarios a esos servicios sociales en el territorio. 

En esas estábamos hasta que, en la pandemia, aprovechando el envión que activó el megaoperativo de inscripción y pago del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), se alzaron argumentos en favor de crear un ingreso universal que surgiera de la fusión de los programas sociales en un sistema general de protección que tendiera a no discriminar por estatus de ciudadanía laboral.  Los partidarios de esta idea basaban sus posiciones en el imaginario de la renta básica presente en la discusión de los países desarrollados, que sostiene que conviene elevar el piso de las condiciones de vida a un nivel digno para construir sociedades libres de violencias y más justas. 

En el libro La sociedad argentina en la post pandemia, Agustín Salvia, Jésica Plá y Santiago Poy sostienen que el COVID 19 causó estragos socio económicos acentuando los desequilibrios sociolaborales preexistentes y la severidad de la marginalidad y la pobreza. En particular, que los sistemas de protección agravaron la brecha histórica en la calidad del bienestar entre trabajadores formales e informales, así como la de género entre trabajo remunerado y no remunerado, y la territorial, ya que la población se empobreció de forma selectiva según su vulnerabilidad y lugar de vida. También llamaban la atención sobre otras posibles consecuencias de esos estragos, al preguntarse por el efecto disruptivo que tales procesos de exclusión de largo aliento podrían tener sobre el orden político.

Hacia finales del 2023, la sociedad parece haber respondido a esa pregunta.  El triunfo de Milei da cuenta de cierta expresión de hartazgo del Estado y de todo lo que rememore la promesa redistributiva que constituye el alma del Estado de bienestar. Sectores que no quieren más “mentiras” y sectores que no quieren más impuestos y presiones. De este fenómeno dan cuenta diversos análisis que vieron la luz en las últimas semanas, que revelan cómo este hartazgo se venía gestando en el humor social en los últimos años fundamentalmente entre los jóvenes. En ese contexto, como sostiene Pablo Semán en el libro Está entre nosotros, Milei sería la estructura argumental de acogida de ese clamor. Ni más ni menos.

 

LA CRISIS DE LA PROMESA REDISTRIBUTIVA  

Siguiendo a Hannah Arendt, los politólogos solemos decir que la política es la promesa que nos hacemos como sociedad para aspirar a vivir juntos y en libertad. Esa promesa, agrego yo, está hecha de palabras y de tiempo. La política social tiene en efecto el poder de crear o destruir el tiempo de la vida de las personas y de las sociedades. Por ejemplo, produce tiempo cuando invierte en instituciones que cuidan a las infancias mientras los padres trabajan, cuando despliega una oferta recreativa en contextos de extremas carencias y permite el esparcimiento de familias que se dedican de sol a sol a conseguir dinero para sobrevivir, o cuando extiende el horario de atención en un centro de salud barrial y articula una derivación al hospital. Restringe o destruye tiempo, cuando posterga la obra pública una y otra vez, cuando no contrarresta el deterioro de los bienes públicos, cuando incumple y hace imprevisible el horario del transporte. 

«Reciclemos lo que entendemos hoy por lo público, ya que no puede seguir teñido de los viejos colores del Estado de bienestar (con su carga de control social, conservadurismo, uniformización y familiarización) sino que debe contener a las diversidades de la vida contemporánea: etarias, de géneros, de minorías, territoriales y culturales»

En cuanto a las palabras, el Estado social hizo de un tipo de promesa su núcleo de sentido: la redistribución del ingreso. Con matices importantes en los países occidentales –según fuera el volumen del gasto socialmente aceptado y sus matrices políticas- se desplegaron ciertos servicios y programas en calidad de “derechos” que permitieron a la ciudadanía resolver la reproducción de sus vidas con relativa independencia de su condición de clase. Pero, sobre todo, lograron modular las expectativas de ascenso social a eso que Robert Castel llamó “principio de satisfacción diferida”. Esto es: personas que postergaban consumos, ingresos o ascensos (y los enojos asociados) porque sabían que en el futuro ellos o sus hijos los alcanzarían.  

Setenta años después, vale hacerse la pregunta: ¿lo ha logrado? ¿Ha sido el Estado de bienestar relativamente exitoso en contrarrestar los efectos devastadores de la acumulación sobre la vida de las personas y las sociedades?  ¿Han podido los derechos sociales –gestados en ese clima de época- proteger a los trabajadores y a los pobres e inmunizarlos frente a las desigualdades de clase incluyéndolos en una categoría de ciudadanos universales?  La respuesta es: solo en parte, y en tiempos e intensidades diversas. En países donde esos derechos de desmercantilización de las necesidades estuvieron relativamente garantizados, como en las socialdemocracias del norte de Europa, las sociedades lograron ser más igualitarias, menos violentas, culturalmente más diversas y amables. Por su parte, en América Latina las instituciones de bienestar tuvieron una efectividad más limitada y la protección social fue siempre fragmentada, dado nuestro mercado de trabajo estructuralmente informal y heterogéneo. La informalidad y luego la marginalidad lisa y llana puso en jaque desde el inicio mismo de las cosas a la promesa de redistribución. No obstante, el horizonte de la ampliación de coberturas de beneficiarios y la gestación de nuevos derechos (ambientales, de género) renovó la fuerza de dicha promesa, aunque más no sea como ideal regulador. 

Los acontecimientos recientes parecen indicar que aún ese hilo de esperanza se ha desvanecido. La impaciencia social cuestiona el tiempo y desacredita la palabra de esa promesa y nada parece ya esperarse del Estado y sus intervenciones. Pero aun asumiendo el fin de la legitimidad de la promesa redistributiva ¿es la respuesta desentenderse por completo de la reproducción social, dejando a los mecanismos de explotación y acumulación librados a su suerte y a los individuos solos, pescando en un océano oscuro y revuelto? 

 

REPENSANDO LA POLÍTICA SOCIAL PARA UN NUEVO TIEMPO

Deslegitimada la redistribución y frente a una ciudadanía impaciente, la política social necesita a la vez revisar su promesa y mejorar sus intervenciones. Para lo primero, es necesario discutir el sentido común que se está instalando con fuerza en la Argentina de esta hora: aquél que sostiene que el gasto, servicios y programas deben ser desarmados por completo, diseccionados, examinados y desactivados por estar en contra de los individuos y de la libertad. Un sentido común que cuestiona in toto a los derechos sociales, por considerarlo el lastre de costosas e ineficientes estructuras colectivas de compromisos, y sobre todo, un terreno ideológicamente cuestionado. 

En La rebelión del coro, un libro formidable, José Nun nos ofrece una clave para dar la discusión. Según este autor – leyendo a Sorel- en tanto conocimiento de los legos, el sentido común no tiene que ver especialmente con la verdad. Es más bien el lugar donde se producen las visiones del mundo y las ideas. “En el que las fórmulas son verdaderas y falsas, reales y simbólicas, excelentes en un sentido y absurdas en otro: todo depende del uso que uno haga de ellas.” Una suerte de caldo de cultivo cultural. Y la política navega y se alimenta de esa ebullición y cristaliza sentidos que salen a pelear su legitimación social. 

«Repensemos y actualicemos las ideas e instrumentos con las que opera la política pública, atentos a la extrema complejidad de la actual cuestión social y a su nueva estructura de necesidades».

No obstante, sabemos que la hegemonía nunca es total, sino que tiene un carácter incompleto y los elementos culturales de los que se nutre el sentido común pueden ser articulados de modos renovados, destejerse y tejerse nuevamente. De esta manera, si algo anda mal con la igualdad y con la redistribución, las razones deben buscarse en ese acervo experiencial y de lenguaje, que no es ni verdadero ni falso. Y a continuación proponerse un sentido emergente, una nueva rearticulación.  

Atento a ello, propongo dar la discusión en por lo menos tres planos. En primer lugar, que reciclemos lo que entendemos hoy por lo público, ya que no puede seguir teñido de los viejos colores del Estado de bienestar (con su carga de control social, conservadurismo, uniformización y familiarización) sino que debe contener a las diversidades de la vida contemporánea: etarias, de géneros, de minorías, territoriales y culturales

En segundo lugar, que repensemos y actualicemos las ideas e instrumentos con las que opera la política pública, atentos a la extrema complejidad de la actual cuestión social y a su nueva estructura de necesidades. Por ejemplo, es estéril insistir sin más en la implementación de capacitaciones laborales tendientes a mejorar la empleabilidad para los jóvenes, como si éstos fueran los tradicionales desempleados de la sociedad salarial. Porque la población juvenil en países como el nuestro se ha forjado en contextos de pobreza y relegación y en contextos familiares atravesados por una historia de desafiliación. Así, no funcionará ningún programa social que no contemple que esos jóvenes y adolescentes ya son padres y que para asistir a esas capacitaciones necesitan estructuras de cuidado para sus hijos. Tampoco obtendrán resultados, si no resuelven adecuadamente sus necesidades en salud y de reconocimiento, en sentido amplio. Lo mismo pasará con las propuestas de reinserción educativa para infancias y preadolescencias, si no atienden que éstas suelen estar ocupadas cuidando a hermanitos menores en hogares con profundas carencias. En suma, entre otras tantas cosas, es urgente que la política transversalice la perspectiva de cuidados en todas sus intervenciones. 

En tercer término, la política social debería abandonar esa suerte de “unitarismo” que parece excluyente a la hora de pensar la protección social. Si bien está claro que en países como la Argentina los sistemas de protección dependen de la gestión y el financiamiento de organismos nacionales, es necesario alentar un bienestar producido y gestionado a múltiples escalas.  En efecto, los gobiernos subnacionales, y especialmente los locales, además de pelear por un financiamiento suficiente y justo, deben asumir un renovado protagonismo. Ello implica volver a discutir y a operar sobre la calidad de las relaciones intergubernamentales y de los procesos que apuntan a la intersectorialidad en la gestión de políticas para poder avanzar en la perspectiva de un bienestar de proximidad. Los gobiernos de ciudades intermedias y pequeñas, por ejemplo, pueden mejorar la calidad de vida de sus ciudadanos propiciando la generación de espacios de comercialización de cercanía, asociativa y agroecológica o estimular procesos cooperativos multiactorales que integren al sector público, privado y popular, para la producción de servicios en distintos campos, o gobernar la movilidad urbana bajo otros parámetros social y ambientalmente más justos. 

«La política social debería abandonar esa suerte de “unitarismo” que parece excluyente a la hora de pensar la protección social».

Me reservo para el final lo que creo más importante. Las instituciones de la política social (en un sentido bien amplio y si así lo quieren quienes las gobiernan) contribuyen a producir la vida de las personas creando soportes cruciales, alentando la generación de subjetividades con expectativas y ciudadanías robustas. Operan como una suerte de argamasa que nos hace ser sociedad y no meros “humanos” dispersos en un espacio y siguiendo las reglas bestiales de la horda primitiva. Por ello, políticos, dirigentes, comunicadores, referentes, profesionales y educadores, tenemos que defender y mejorar ese entramado, discutir con el modelo económico y cultural que parece imponerse y validar en la conversación pública la importancia capital de la buena política social.  Aquí y ahora.

Una mirada a la coyuntura: 60 días de locos, un gobierno para pocos

Una mirada a la coyuntura: 60 días de locos, un gobierno para pocos

La gestión frenética de Milei genera caos y beneficios para algunos. La inflación persiste, se prevé devaluación y el gobierno promete un ajuste ambicioso. El FMI alienta la desregulación, debilitando el control ambiental. Los recortes y el DNU empobrecen a la población.

Nicolás Posse, Luis Caputo y Javier Milei.

Han pasado poco más de dos meses de la asunción de Javier Milei, aunque el ritmo frenético que ha evidenciado su gestión parecería afirmar que el tiempo que ha pasado resulta mucho mayor. Quizás estemos viviendo una nueva temporalidad, tal como aquellos que miden en siete los años de vida de los perros por cada año vivido por su dueño. Pero bajo el gobierno de las fuerzas del cielo, los consejos de Conan tardan en llegar a estas latitudes, lo cual genera mayor incertidumbre política. La macro deberá esperar, la estabilización viene después: primero el caos. 

Y, como plantea el dicho popular: en río revuelto ganancia de pescadores – o de quienes cuentan con los aparejos de pesca. Así el caos permite a ciertos sectores, empresarios y amigos, hacerse de activos a precios de remate, obteniendo beneficios impensados en otros tiempos. La urgencia por hacerse de fondos agrava también al ambiente, prevalece el discurso que equipara la protección del medio ambiente con privilegios de país desarrollado – poco importa si la destrucción de la naturaleza beneficia a unos pocos.

Téngase presente que a mayor caída de producto bruto interno, mayor el sacrificio fiscal (en puntos de producto) que deberá hacer el sector público para llegar a cumplir con las metas pautadas. Nótese que el plan descuida el desempeño de una variable económica clave en economías emergentes: el tipo de cambio real.

Mientras tanto la inflación continúa, las mayorías se ven empobrecidas. Según el consenso de quienes participan en la encuesta Relevamiento de Expectativas de Mercado, que recopila el Banco Central, se prevén tasas mensuales de dos dígitos para gran parte del año. Anualizadas, consagrarían una inflación superior al 200 por ciento. Con un gobierno decidido a mantener el esquema de ajustes graduales y predefinidos del tipo de cambio en torno al 2 por ciento mensual, lo anterior plantea un problema de retraso cambiario, impulsa una nueva devaluación en el corto plazo – algunos analistas la plantean ocurriendo en marzo, otros en abril.

A MÁS RECESIÓN = MÁS AJUSTE FISCAL PARA EL DÉFICIT CERO

El gobierno prometió un ajuste muy ambicioso, esfuerzo aplaudido por el Fondo Monetario Internacional. Los interlocutores del FMI destacan la adopción del ancla fiscal como herramienta anti-inflacionaria tanto como por la determinación que evidencia la política monetaria por parte del banco central. Según Kristalina Georgieva, directora ejecutiva del Fondo: “el proceso de estabilización será desafiante y requerirá de una implementación firme y ágil de la política económica”. Toda una apuesta, sin duda. Más cuando el ancla de estabilización está asociada al déficit público, el objetivo del equipo económico es lograr el déficit cero. Téngase presente que a mayor caída de producto bruto interno, mayor el sacrificio fiscal (en puntos de producto) que deberá hacer el sector público para llegar a cumplir con las metas pautadas. Nótese que el plan descuida el desempeño de una variable económica clave en economías emergentes: el tipo de cambio real.

A fin de reducir el déficit, el gobierno acordó con el Fondo aumentos de las tarifas de la electricidad (más del 200 por ciento) y del gas (más del 150 por ciento). Así, logrará reducir los subsidios energéticos en un tercio. También se proponen cortes a las transferencias a las provincias y a las empresas públicas por un total del 0,5 por ciento del PBI y preparar a éstas últimas para una potencial privatización. 

En el comunicado de prensa emitido por el Directorio Ejecutivo del Fondo, por otra parte, se detecta su interés estratégico por los recursos naturales del país. En materia de tratamiento a la inversión, le plantea al gobierno sobre la necesidad de modificar el marco regulatorio, lo cual permitirá explotar el potencial del sector energético y minero del país: una profundización del modelo extractivo. Ninguna mención de la transición energética ni de los riesgos macro-financieros que implica su desconocimiento, el comunicado refuerza el modelo petrolero hoy vigente. Al alentar a la desregulación, la  propuesta debilita el control ambiental en la actividad minera.

Pero también el Fondo clama por el desmantelamiento de toda medida de gestión sobre los flujos de capital, un artículo de fe por parte de la entidad que perdura desde los 1990s pese al reconocimiento que en 2012 realizará el Staff respecto a la importancia de los controles en la estabilidad macro-financiera. 

En el mismo comunicado destaca la agudización de los desequilibrios que presenta la economía desde hace varios años, y como la acción del gobierno de Alberto Fernández terminó por agravar distorsiones que surgieron del desvió del acuerdo con el Fondo. Idéntico criterio adoptó el FMI en años posteriores, cuando reconoció el error de la inconsistencia del plan de excesivo endeudamiento, la crítica entonces era al tándem Macri–Caputo. Observamos así que las inconsistencias se repiten, la incongruencia involucra también al Fondo.

AJUSTE POR INFLACIÓN

Aunque errante y poco efectiva en su lucha anti-inflacionaria, la política económica del gobierno muestra algunos logros – aunque estos sólo entusiasmen al círculo rojo, los sectores financieros y al Fondo. Al tiempo que la inflación se disparaba al 25,5 por ciento, los salarios subieron apenas 8,9 por ciento en diciembre. La caída confirma el empobrecimiento de la población y el duro golpe para la clase media. Más allá de la fuerte caída en el salario real que siguió a la devaluación de diciembre, se le suma los fuertes ahorros que genera la fuerte licuación que viene sufriendo los egresos del Estado.

En un análisis de la oficina de presupuesto del congreso (OPC) destaca una caída del 11,9 por ciento en los gastos primarios de la administración central – medida interanual. Considerando en particular, los gastos primarios cayeron 30,8 por ciento, las jubilaciones y pensiones 32,5 por ciento, las asignaciones familiares el 36 por ciento, los programas sociales un 59,6 por ciento. Pero la caída más pronunciada se observa por el lado de las inversiones, donde la contracción alcanza al 75 por ciento. Tamaña contracción en el gasto, bien la drástica reducción en la inversión pública influye sobre el nivel de actividad económica. Al momento de priorizar recortes y premios el gobierno posee una fuerte discrecionalidad, posibilidad que le brinda el haber decidido prorrogar el presupuesto del 2023 (decreto 88/2023).

Los gastos primarios cayeron 30,8 por ciento, las jubilaciones y pensiones 32,5 por ciento, las asignaciones familiares el 36 por ciento, los programas sociales un 59,6 por ciento. Pero la caída más pronunciada se observa por el lado de las inversiones, donde la contracción alcanza al 75 por ciento.

La vigencia del DNU ha empujado un incremento en los precios de un grupo de productos y servicios claves, afectando a amplios sectores de la población. En el sector salud, se observan aumentos superiores al 50 por ciento en los precios de los medicamentos, la medicina prepaga validó aumentos por encima del 100 por ciento. Para los inquilinos, la eliminación de la ley de alquileres no sólo implicó un aumento de los precios, sino también enfrentar normas que dificultan el acceso a la vivienda. En virtud de otras medidas desregulatorias incluidas en el decreto, la industria petrolera convalidó un aumento del 140 por ciento en el precio de los combustibles. La mayoría de estos aumentos afectan a la clase media.  

A los aumentos observados en el área de transporte, debe sumarse la reciente decisión del presidente de eliminar el fondo de compensación al transporte. Como represalia a los gobernadores ante la caída de la Ley Ómnibus, la “vendetta” de Javier Milei implica un “descongelamiento” automático de las tarifas, que puede llevar al boleto mínimo a niveles socialmente insostenibles (por encima de los 1.000 pesos).

RENTABILIDAD A COSTA DEL MEDIO AMBIENTE

Otro de los efectos del DNU que no debería pasarse por alto, atiene a los cambios que impone en materia de protección del medio ambiente, tanto como en materia climática. A fin de impulsar una mayor explotación el decreto viene a debilitar leyes y normativas ambientales, aún cuando distaban de garantizar un manejo prudencial de los recursos.

El gobierno viene a reformular leyes, como la de tierras, de bosques o glaciares, un avance sobre la naturaleza en momentos que distintos eventos extremos afectan a diversas regiones del país, los incendios forestales consumen bosques ancestrales. Pero, a diferencia de lo que observamos en otras áreas, el consenso extractivista permite al gobierno pasar los cambios sin mayores contratiempos en el Congreso, donde cuenta con el apoyo de los gobernadores y el respaldo del lobby minero

En notas previas nos hemos referido al fracaso legado, lo errado de adentrarnos en la polarización. Resulta imposible intentar estabilizar la economía en un contexto signado por el cortoplacismo en la toma de decisiones. El contexto político, lamentablemente, no ha hecho más que empeorar. Las decisiones no sólo muestran un sesgo cortoplacista, los mensajes que surgen del Presidente exacerban el odio y el rencor.

En su afán de imponer su programa de gobierno, se avanza sobre los derechos adquiridos. Todo aquel que se le opone, se lo agrede, de ser necesario se lo reprime. Para ello está Patricia Bullrich. Si el programa se desvirtúa, entonces viene Mauricio Macri al rescate. Pero el objetivo sigue siendo el mismo: refundar el país, volver a la “Belle Epoque”, la Argentina de unos pocos. 

Todo lo anterior debería impulsarnos a repensar la situación actual, recrear una visión democrática, verde y progresista. Pensar la crisis como una oportunidad de cambio sin evadir responsabilidades, repensar alternativas que eviten resignar derechos, sociales o ambientales. Ello obliga a diseñar un programa de estabilización que logre recuperar credibilidad en el peso, que sea fiscalmente sustentable al tiempo que articule el corto plazo repensando el futuro desde una perspectiva inclusiva y sustentable. 

La reforma económica para una Argentina moderna

La reforma económica para una Argentina moderna

Crítica a la arbitrariedad en la política económica argentina, destacando la devaluación y la baja tasa de interés. La importancia de los principios republicano y democrático en las instituciones económicas. Riesgos de eliminar uno de estos principios.

Artículo 1º.- La Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana federal, según la establece la presente Constitución.

Parte Primera, Capítulo Único, Declaraciones, Derechos y Garantías, Constitución de la Nación Argentina de 1853.

 

Gobernar por decreto y delegar potestades del congreso al Presidente son medidas de explícito autoritarismo. Se ven y se palpan en el contraste del negro de la letra sobre el blanco papel y la firma del autor. Pero hay decretazos, discutidos menos por su forma y más por sus efectos, que no son percibidos como un problema político y jurídico de fondo y que, sin embargo, pueden ser más relevantes de lo que aparentan. Me refiero a la política económica y en particular a la cambiaria y monetaria que caen bajo el ámbito del Banco Central y el Ministerio de Economía que actúan como dos caras de una misma moneda, casi por definición. 

Tuvimos hace algunas pocas semanas un ejemplo de esta arbitrariedad, observada con cierta perplejidad por el público e indiscutida en el fondo político jurídico por los especialistas: una devaluación intensa y una fijación a la baja de la tasa de interés real. No vamos a discutir aquí los efectos de estas medidas, por cierto, harto conocidos: aceleración de la inflación, y en particular de alimentos y energía, caída del salario real, reducción drástica de la actividad económica, perdida del valor de los depósitos ahorrados por las personas, familias y empresas en la forma de depósitos a plazo fijo. Sin embargo, podemos pensar, de un modo sintético, el significado político jurídico de estas medidas y, por lo tanto, la importancia de las formas institucionales que permiten este tipo de decretazos naturalizados.

REPUBLICANISMO Y DEMOCRACIA EN LAS INSTITUCIONES ECONÓMICAS

Faltando un poco el respeto a especialistas en la materia, podríamos por comenzar definiendo dos principios claves, el republicano y el democrático, al menos en sus aspectos más complementarios. El principio republicano podría resumirse como la construcción histórica de una relación de autoridad, institucional y jurídica, que es capaz de funcionar sin un nombre propio, es decir, a la manera de, literalmente, una cosa pública. De este modo el principio republicano se opone a la arbitrariedad personal del poder político cualquiera que sea su fundamento. Supone, normalmente, una distribución del poder político de tal manera que lo particular se disuelve en un conjunto de reglas impersonales cuyo origen y materialidad pasan a ser el verdadero problema para resolver. 

Viene a compensar ello el principio democrático, es decir, la idea de que el contenido y materialidad particular de las relaciones de autoridad política, emergen como reflejo de la realidad popular (plebeya). Ella se expresa, en un grado de autoconsciencia mayor, en la determinación de una estructura legal, desde la constitución hasta las ordenanzas municipales. Entre el voto universal y el decreto presidencial, se desarrolla un extenso sistema de mediaciones institucionales que son la realidad concreta del binomio república – democracia. Allí la tensión es permanente, entre pesos y contrapesos, representaciones y fragmentos, que se elevan a unidad histórica sólo en conflicto y movimiento. Nada está garantizado en este devenir. 

El republicanismo no democrático y la democracia no republicana, a la larga se parecen demasiado y pueden ser difíciles de distinguir.

Las formas decadentes son múltiples. Tomemos dos ejemplos extremos y opuestos entre sí en donde se elimina un principio y como consecuencia se descompone el otro. Por un lado, se puede eliminar el componente democrático cuando una vanguardia toma el control del Estado y designa a los funcionarios que componen los poderes de este: el ejecutivo, el legislativo y el judicial, típicamente. En este caso, el principio republicano funcionaría, sólo si y en rigor, el gobierno es el instrumento de aplicación de una ley universal impersonal que, ¡oh casualidad!, está debidamente encarnada en la vanguardia revolucionaria. En este contexto, evidentemente, la república degenera y se disuelve en la arbitrariedad del partido o facción. Finalmente, este expone todo su contenido particular excluyendo a otros particulares y comienza el proceso de raleo, extirpación y purga de aquello que no encaja en el particular que unilateralmente ha sancionado su propia universalidad. 

De un modo opuesto, es posible que un representante elegido democráticamente, elimine el principio republicano, centralizando en su persona otros poderes del Estado argumentando, por ejemplo, la incapacidad o inefectividad de estos mecanismos. En este caso se desencadena una serie similar de acontecimientos. Al desaparecer el principio republicano, se precipita la unanimidad del único representante, que sólo puede conservar el principio democrático en el permanente ejercicio del referéndum o el plebiscito y bajo el estricto resultado de la unanimidad. Evidentemente se trata de una circunstancia que no puede persistir ni realizarse, de modo que la arbitrariedad se hace ley, y requiere para ello legitimarse, normalmente en alguna forma de mesianismo. Al igual que en el caso anterior no es el representante el que gobierna sino fuerzas divinas través de él. El principio democrático se convierte por lógica interna en un principio místico-religioso, bajo la forma general de hacer de un hombre un dios, lo que resulta bastante similar al paganismo religioso-místico-político de los años ’20 y ’30 del siglo pasado. Finalmente, todo se consuma cuando debe producirse, al igual que en el caso anterior, la purga de todo aquello que no calza en la cosmogonía que ha llegado al poder. Ralear el excedente que desborda la unanimidad de un particular que, unilateral y místicamente, se ha sancionado a sí mismo como un universal.

Si bien estas dos vías son diferentes, el republicanismo no democrático y la democracia no republicana, a la larga se parecen demasiado y pueden ser difíciles de distinguir. A modo de resumen, en ambos casos, los principios degeneran en la restauración de alguna forma de arbitrariedad unanimista y excluyente, mientras en el primer caso suele ser del tipo burocrático y en el segundo del tipo místico-religioso. Todo esto es harto conocido en su aplicación al campo de las instituciones políticas y la construcción de los marcos jurídicos necesarios para el funcionamiento de los sistemas sociales modernos. Frente a ello, emitir un decreto presidencial legislando en aspectos fundamentales, o enviar un proyecto de ley cerrando el parlamento, y todo en nombre de unas muy enigmáticas fuerzas del cielo, despiertan inmediatamente cortafuegos institucionales y políticos que, esperemos, funcionen aún.

 Sin embargo, en el campo de la política económica, la república y la democracia no llegan, no existen, ni son consideradas, y son reemplazadas por la arbitrariedad absoluta de alguna figura, más o menos tragicómica, de un burócrata, banquero, financista o académico. Desde ese lugar, es posible provocar una verdadera conmoción como, por ejemplo, con una mega devaluación y una caída drástica de la tasa de interés, con la consecuente destrucción de los ingresos y patrimonios de los argentinos. Se trata también de un decretazo, repetido en la historia con lamentable frecuencia, en un sistema institucional basado en una autoridad personalísima, sin contrapesos, ni representación, que actúa en nombre de, como en los casos degenerados vistos arriba, una misteriosa regla general de funcionamiento universal de los hechos económicos. Se trata, en definitiva, de un sistema institucional en el que se acumulan irracionalidades pues, al igual que antes, se pretende imponer al mundo infinito un particular finito y arbitrario que, en su forma más agresiva, se enlaza con la irracionalidad de la vanguardia revolucionaria o de las fuerzas místico-religiosas casi sin distinción.

LA CAUSA REPUBLICANA Y DEMOCRÁTICA ES LA CAUSA FEDERAL

La ausencia de los principios republicanos y democráticos en las instituciones económicas que regulan, de un modo simplificado, el régimen cambiario y monetario, no es reciente. Es un rasgo propio del capitalismo argentino, al menos del último medio siglo que, en todo caso, se vuelve más visible cuando se toman medidas drásticas y que provocan conmoción social. Este atributo se ve representado en una institución tan frecuentemente discutida como poco comprendida: el Banco Central de la República Argentina, que encarna esta arbitrariedad, a resguardo de la realidad económica nacional, en el microcentro de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

La pregunta que puede hacerse en este punto es, qué implica la introducción de principios republicanos y democráticos en las instituciones económicas, ya que no funcionan de la misma manera que los asuntos políticos y jurídicos convencionales. Recordemos que estos principios exigen, por un lado, la despersonalización del poder, por su forma, y la representatividad por su contenido. Sin embargo, en el ámbito de la regulación económica, estos principios se realizan bajo formas que invierten lo visto en el mundo de los asuntos civiles y políticos. 

Mientras en la política se parte de la simetría e igualdad del voto universal, en lo económico se articulan componentes con intereses específicos, diferenciados y asimétricos, que definen los modos particulares propios de la producción de la vida material de un pueblo. Se encuentran allí sectores, corporaciones, clases sociales, que habitan en territorios específicos y tienen intereses particulares que, en todo caso, deben construir un interés económico común. Este último, en el plano económico tiene éxito en la medida en que es trazado para plazos largos y, por lo tanto, consuma una mayor temporalidad que la que se ve en el ámbito de lo político.

Mientras en la política se parte de la simetría e igualdad del voto universal, en lo económico se articulan componentes con intereses específicos, diferenciados y asimétrico.

Por otra parte, la despersonalización del poder se produce en este contexto por la vía de mecanismos de representación que operan en un sentido opuesto a lo que se observa en la práctica económica cotidiana. Puesto de otro modo, son mecanismos que aumentan o disminuyen el poder económico material de sectores, grupos, corporaciones, territorios. Sin embargo, ello no necesariamente busca establecer una simetría estricta entre estos, sino la composición de un conjunto de intereses comunes de largo plazo, que refuercen los compromisos propios de formar parte de una comunidad económica. Aquí se pone en juego la verdadera clave de la estabilización de la regulación cambiaria y monetaria y, por lo tanto, la consumación de un marco de normas que contenga el crecimiento mutuo de los miembros.

Debe notarse que, al igual que en el ámbito político, la publicidad o transparencia de los actos públicos constituye un principio clave en dicho proceso, pues ello es indispensable para la observancia de los principios de despersonalización del poder y la representatividad de los intereses particulares. Sin embargo, sí se produce un cambio desde de una lógica política cuantitativa de agregado del voto individual, a una lógica más cualitativa de los acuerdos corporativos, sectoriales, de clases y territoriales.

En el marco de esta observación general, puede reconocerse cómo la introducción de los principios republicanos y democráticos en el ámbito económico supone también la introducción de un principio federal o de representación territorial ya que los intereses de la vida económica se producen y articulan territorialmente. Los territorios tienen una importancia vital en la construcción de las instituciones económicas nacionales y la convergencia de éstos en la formación de un interés económico común de largo plazo, constituye, probablemente, la prueba de fuego en la construcción de un orden macroeconómico estable. 

El hecho simbólico de este desajuste se consuma en la forma no republicana, no democrática y unitaria, del centro decisional de la política cambiaria y monetaria. Centralizado y autónomo, en el microcentro de la ciudad más privilegiada del país, a la sombra de grandes edificios corporativos, bajo el mando de burócratas, banqueros, financistas y académicos, que circulan y habitan aquel mundillo gris, el BCRA encarna una desconexión fundamental. En otra parte, en el mundo real, en el verde de la vida, se desenvuelven los procesos económicos que crean nuestra vida material, desde La Quiaca a Ushuaia, desde el océano, la selva, el bosque y el pastizal hasta la cordillera. Esta desconexión es un rasgo que, evidentemente, no resulta funcional al desarrollo capitalista en Argentina y los capitalismos más avanzados del mundo dan testimonio de ello.

UN EJEMPLO: EL SISTEMA DE BANCOS REGIONALES

Un ejemplo de sistema institucional de política monetaria que contiene claros elementos republicanos y democráticos, y que no suele ser reconocido por estos atributos, es el Sistema de la Reserva Federal de los Estados Unidos de Norte América. Es posible hacer un breve repaso de su organización para ilustrar el punto de este artículo. Sobre ello hemos formulado algunas reflexiones en un informe realizado para el Centro Interdisciplinario de Estudios de la Facultad de Ciencias Económicas de la UNER, publicado en 2019.

El Sistema de la Reserva Federal, está conformado por tres componentes. Por una parte, la Junta de Gobierno, nombrada por el presidente de los Estados Unidos, con el acuerdo del Senado, bajo un complejo sistema de nombramientos plazos e incompatibilidades. Por otro lado, los 12 Bancos de la Fed, distribuidos en distintos territorios elegidos en 1913 luego de largas disputas sobre la representatividad territorial. Estos bancos, a su vez, se componen por el capital de instituciones financieras locales públicos, privadas o de otra naturaleza (mutuales) y sus directorios se componen de nueve miembros tres correspondientes al sector financiero y seis representantes de las fuerzas productivas de la región (tres de ellos elegidos por el sistema financiero local y tres de ellos elegidos por la Junta de Gobierno). Finalmente, en tercer lugar, tras la reforma de 1935, se crea en el marco de la Fed, el Comité Federal de Mercado Abierto (FOMC), organismo que tiene la potestad de definir las operaciones de mercado abierto, fijación de la tasa de descuento, el requisito de reservas mínimas e interviene en el mercado de divisas. Este organismo, decisivo para el establecimiento de la política monetaria en los Estados Unidos, se constituye con 12 miembros, los 7 de la Junta de Gobierno y 5 por los Bancos de la Reserva. Merece notarse que el Banco de Nueva York tiene una banca permanente, mientras que los restantes rotan. 

Más allá de las particularidades del caso lo que queda en evidencia es la complejidad institucional que incorpora criterios de representatividad y contrapesos en la toma de decisiones de política monetaria. Esto contrasta notablemente con la organización hiper centralizada y autónoma del BCRA. Frente a ello, ¿podría usted imaginar un sistema republicano, representativo y federal para nuestro BCRA?

Le pediré, en el final de este artículo, que haga un pequeño esfuerzo de imaginación política y visualice la existencia de cinco bancos regionales conformados con criterios de representatividad del sistema financiero y productivo, con funciones de regulación coordinadas por órganos federales compuestos. Siguiendo en el plano de la estricta imaginación podemos pensar en un banco para el Área Metropolitana de la Ciudad de Buenos Aires, otro para el espacio del litoral y la pampa húmeda, otro para el gran norte, otro para el espacio cuyano, otro para el gran sur argentino. Dado que, en cada caso, predominan actividades diferentes, tendrán composiciones diferentes y en conjunto constituirían los órganos de gobierno del sistema federal de banco regionales. Podemos animarnos a imaginar también la potestad del sistema para establecer criterios de largo plazo en la administración de la divisa internacional, la tasa de interés, la orientación del crédito promocional y, en coordinación con el Ministerio de Economía, establecer el programa de obras públicas preferentes para el desarrollo productivo de la Argentina moderna.

Se trata, evidentemente, de un ejercicio de la imaginación política reformista, pero, a diferencia de las ideas que abandonan completamente la realidad subyacente y la vida económica real, aquí se pretende conservarla. Se trata, en este caso, de potenciar sus capacidades, pensar los sistemas institucionales necesarios para la composición de acuerdos de largo plazo y, en definitiva, proyectar la realidad hacia un futuro de progreso y modernización, tanto para los componentes particulares, como para el conjunto de la Nación Argentina.

Pablo Gerchunoff: «Alfonsín va a quedar en la historia como un constructor institucional»

Pablo Gerchunoff: «Alfonsín va a quedar en la historia como un constructor institucional»

El economista e historiador Pablo Gerchunoff, uno de los más destacados intelectuales de nuestro país, conversó con «La Vanguardia» sobre sus últimos trabajos. Crisis económicas, liderazgos políticos, la difícil tarea de construir un nuevo patrón de desarrollo y, por supuesto, una reflexión sobre Raúl Alfonsín.

Alfonsín saluda a una multitud.

 

 

 

 

Pablo Gerchunoff es economista, pero hace ya muchos años que es un referente de la, como la llama él, historia de la política económica. Agudo polemista, siempre combina el análisis retrospectivo con una preocupación por la actualidad, como lo demuestran sus recurrentes intervenciones en redes sociales y notas de opinión (la última, con gran repercusión, en La Nación).

En los últimos años, su producción, en especial de libros, se ha tornado casi vertiginosa. A su esperado y muy bienvenido Raúl Alfonsín. El planisferio invertido (Edhasa, 2022), dedicado a la biografía de Raúl Alfonsín, hay que sumarle la ficción histórica La caída, 1955 (Crítica, 2018), El eslabón perdido. La economía política de los gobiernos radicales (1916-1930) (Edhasa, 2017) y la compilación, junto a Daniel Heymann y Aníbal Jáuregui, Medio siglo entre tormentas. Fluctuaciones, crisis y políticas macroeconómicas en la Argentina (1948-2002) (Eudeba, 2022). A pesar de la multiplicidad de temas y perspectivas, sus preocupaciones orbitan sobre los mismos problemas y preocupaciones.

Las crisis económicas, el rol de los liderazgos políticos, la posibilidad y necesidad de un modelo de desarrollo. Estos ejes aparecen una y otra vez en la reflexión intelectual de Gerchunoff, no importa si trata sobre el gobierno conservador, sobre Raúl Alfonsín, sobre la caída de Perón o sobre el radicalismo de principios del siglo XX. A caballo entre la economía política y la historia, entre el pasado y la actualidad, Pablo Gerchunoff nos recibió en su despacho de la Universidad Torcuato Di Tella, donde es profesor emérito, para conversar con nosotros para La Vanguardia.

La primera pregunta, dado que te propuse hacer una lectura general de tu obra y que a mí me surge siempre que te leo, es esto de tu rol híbrido como historiador económico o economista historiador. ¿Cómo transitás en esos dos mundos de la economía y la historia? ¿Qué desafíos te representan intelectual y profesionalmente?

Bueno, lo primero que te diría es que hoy te puedo dar una respuesta que no es la misma que te hubiera dado hace diez años, ni es la misma que te hubiera dado hace veinte, ni es la misma cuando empecé yo a trabajar a los 18 años como periodista. Eso como primer punto.

Como segundo punto, yo creo que haría una leve corrección a tu pregunta. Vos me preguntás y me definís como “historiador económico”. Y yo no me defino como historiador económico, yo me defino como historiador de la política económica. Y como historiador de la política económica, así como algún historiador político se puede dedicar a, no sé, resultados electorales, yo me dedico a la política económica, en cuyo centro está la decisión política.

Entonces, dicho esto, es poca mi conexión con la historia económica y con la economía en general, salvo algunos conocimientos técnicos que me ayudan un poco más. Miro a la economía, a la política económica, desde el proceso de toma de decisiones de la política.

«Desde los comienzos de la organización nacional hay en la Argentina una especie de mirada de destino de grandeza que no perdimos nunca. Y que entonces, en la medida en que no pudimos cumplir con ese destino de grandeza, emerge el disenso distributivo. Y ese disenso distributivo se puede, como te decía, manifestar en muchos rasgos, y uno de ellos, el más actual, es el fiscal».

Quería empezar desde el libro que editaste y coordinaste con Heymann y Jáuregui para Eudeba. Allí parece deducirse un razonamiento en torno a las crisis económicas que parece advertir que nadie está exento en este país de sufrir las crisis económicas, que hay algo estructural. Y te quería hacer algunas preguntas: ¿Esta mirada estructural evita esa tentación sobre la pregunta por el huevo de la serpiente, de cuándo se jodió la Argentina? Y, por otro lado, ¿qué rasgos han presentado estas crisis? ¿Estamos en una situación donde esas crisis se han acelerado?

A ver, yo no sé si yo me definiría como un estructuralista. Porque ahí habría una contradicción. Si yo soy un historiador de la política económica: en todo caso es el político, que es aquello que yo estoy analizando (las decisiones de la política o esa clase política, en todo caso), el que tiene que lidiar con los problemas estructurales. Quiero decir: de la idea de que hay una estructura problemática, no puede derivarse la conclusión de que entonces hay un determinismo histórico ineludible y que nada puede ser cambiado, que alguna vez se jodió la Argentina y que, desde entonces, es un Big Bang que no se resolvió nunca.

Argentina tiene problemas estructurales y la política tiene que lidiar con ellos, y los va enfrentando, los va cambiando, los va modificando, o va fracasando en ese cambio. Eso es una de las cuestiones.

Con respecto a la segunda, yo tengo una mirada que en el fondo es una lectura sobre cuándo, siguiendo con la frase de Vargas Llosa, se jodió la Argentina, que es la siguiente: yo creo que la Argentina tuvo, a lo largo de su historia, dos patrones de crecimiento. Uno, si se quiere, después de las guerras civiles en el siglo XIX, desde 1860 en adelante, o desde 1880 en adelante. Depende donde queramos ponerlo: si queremos ser un poco mitristas, diremos desde los 60; si queremos ser un poco roquistas, diremos desde 1880.

Y ese patrón de crecimiento es interesante porque aún con sus momentos difíciles, con las transformaciones que ocurren en la economía y la sociedad argentina, involucra también al radicalismo. Yo siempre digo que Yrigoyen es, en términos económicos, un decimonónico. Siempre enfocó su crítica radical sobre el tema del sufragio libre, sobre el tema de la reparación democrática, sobre el tema de partir de la república verdadera, no pasar por la república posible, digamos. En ese sentido, nada alberdiano. Ese fue, yo diría, hasta la crisis del ‘30, un patrón de crecimiento con sus dificultades, con sus problemas y con, dada la dinámica que tenía, con sus cambios en el tránsito.

Y el otro patrón de crecimiento que nace justamente con la crisis del ‘30, aunque hay algunos granos que germinan antes: Pellegrini, por ejemplo, con su postura; el propio Alvear con alguna de sus posiciones. Es la industrialización protegida. La industrialización protegida no es lo mismo que el peronismo. Nació antes del peronismo, siguió durante el peronismo y continuó después del peronismo, con patrones distributivos distintos. Y eso yo no diría, como dicen muchos hoy, que fue un error de los políticos argentinos. No, eso simplemente dio sus frutos, dio su jugo, y en algún momento se agotó, en algún momento la sustitución de importaciones ya no tenía margen para darle crecimiento a la Argentina. Eso ocurrió a fines de los años ‘60, principios de los ‘70. Y desde entonces, hasta hoy, Argentina no pudo fundar y consolidar un nuevo patrón de crecimiento.

Entonces, si me pregunto ¿Cuándo se jodió la Argentina? (aunque la pregunta no me gusta, quiero que eso quede claro, pero si acepto el juego el juego de contestarla): diría que este es un país sin rumbo desde fines de los ‘60, principios de los ‘70. Antes, efectivamente, hubo algún momento en que empezó a crecer menos que en la época de Roca, pero eso es completamente normal, eso los economistas lo llamamos convergencia. No podés vivir en un barrio modesto, en una torre, en una casa de 800 metros cuadrados con seis piletas de natación, por explicarlo de un modo metafórico. Argentina tenía que converger con el resto de América del Sur. De modo que hay una especie de desaceleración del crecimiento económico hasta mediados de los ‘60, que yo no lo considero un problema central. En cambio, lo que ocurre desde los ’70 y en adelante, ahí sí es una Argentina desorientada o desnortada.

La próxima pregunta está fuertemente vinculada a eso. Una de las cosas que aparece todo el tiempo, al menos en tus libros con Lucas Llach y en los diálogos con Roy Hora, es la idea de que existe tensión, un poco irreductible, entre la gobernabilidad económica y la gobernabilidad política-social. Una tensión que pareciera que tuvo arreglos más o menos estables, como decís, en dos ciclos, con marcas distintas, y que en un momento se extravió. Por un lado, quiero preguntarte cuál es la raíz de esa tensión particular en la Argentina entre esas dos gobernabilidades y, por el otro, si hoy día ya no son viables las salidas gradualistas.

Sí, una vez más: vos estás poniendo en el centro de la escena la cuestión del disenso distributivo. Es decir, de que la Argentina no tiene, yo lo diría más o menos de este modo, un patrón colectivamente compartido de normalidad distributiva. Alguna vez yo puse el acento sobre la volatilidad cambiaria como emergente de ese problema, y que desde hace algunos años, desde hace un par de décadas, eso se trasladó muy fuertemente también a lo fiscal como otro ámbito en donde ese disenso distributivo se manifiesta.

¿Por qué existe eso? A mí me resulta un poco difícil contestar por qué existe eso. Yo cuando alguien me lo pregunta, me refugio bajo mi sombrero de historiador y digo: “bueno, todos los países son más o menos distintos, nosotros tenemos esa particularidad de que no nos ponemos de acuerdo desde hace muchas décadas”. Es una respuesta completamente insuficiente.

Si yo tuviera que decir algo provisorio, qué es lo que pienso ahora, a mí me parece lo siguiente: suele decirse que los salarios y la bonanza peronista colocaron una marca en la economía y en la sociedad argentina; y que todo el tiempo la sociedad se está mirando en ese espejo y declarando insatisfecha porque no se puede sostener, no puede volver a ese nivel de vida popular. Vos sabés que yo últimamente me estoy tirando un poco más atrás y estoy mirando a Perón más bien como un líder conservador popular. ¿En qué sentido? En el sentido de que es una especie de discípulo del general Sarobe que a la Argentina le dio un patrón de movilidad social, a toda la sociedad. Por supuesto hubo problemas, problemas sociales en esa sociedad, sino no hubiera existido Joaquín V. González, por ejemplo. Pero yo creo que en el fondo el Perón que construye su poder es un Perón que está mirando todo el tiempo el éxito del patrón agroexportador. Y se da cuenta, mientras va desarrollando su propio patrón de poder político, que eso no lo puede repetir con el modelo agroexportador, que tiene que darle un sesgo distributivo a la industrialización protegida. Y cree que con eso puede volver a las viejas épocas de Roca. Es decir: “Roca y Perón, un solo corazón”, al menos en ese sentido. Con métodos distintos, pero no tan distintos, constreñidos sí por restricciones distintas en cada momento.

Entonces, a lo que voy es a que desde los comienzos de la República unificada, no digo antes (no pongo la época de las guerras civiles como un tema porque simplemente no sé cómo incorporarlo acá en este razonamiento), desde los comienzos de la organización nacional hay en la Argentina una especie de mirada de destino de grandeza que no perdimos nunca. Y que entonces, en la medida en que no pudimos cumplir con ese destino de grandeza, emerge el disenso distributivo. Y ese disenso distributivo se puede, como te decía, manifestar en muchos rasgos, y uno de ellos, el más actual, es el fiscal.

Vinculado a eso, apareció de algún tiempo a esta parte una versión en torno a la necesidad de construir una coalición más amplia que salga “por arriba de ese conflicto”. Una coalición del 60% la llamó José Luis Machinea en algún momento. ¿Compartís este diagnóstico de que es necesaria esa “gran coalición de centro”, por ponerle un nombre? ¿te parece viable esa gran coalición? 

Yo no estoy muy seguro. Aquí lo que sí me parece es que la Argentina necesita un nuevo consenso. Ahora, ese consenso, como yo lo veo –me parece importante marcar esto–, siempre necesita un ganador que lo imponga, es decir, que persuada, que convierta su presencia en un liderazgo que involucra al otro. Eso no se trata de sentarse en una mesa y ponerse de acuerdo, en eso no creo mucho. Creo en alguien que llega, ejerce su liderazgo, ese liderazgo es de nuevo tipo, tiene una visión distinta del país, una visión que le puede devolver crecimiento al país. Un poco como Alfonsín con Cafiero, o como Roca imponiéndose sobre el conjunto de la sociedad, o como el propio Yrigoyen del ‘28 que termina imponiéndose.

Si en esa imposición hay un acuerdo formal o no hay un acuerdo formal es un problema que no me interesa mucho y mucho menos me interesa la idea de la matemática del 60 o 70%. Lo que a mí me importa es un liderazgo político democrático que pueda conducir al país por la senda de un crecimiento al que yo llamo “crecimiento popular exportador”.

Vinculado a eso, me puse a pensar en conjunto tus últimos tres libros y vi algunos tópicos que aparecen. El primero que me surgió, vinculando La caída con El planisferio invertido, es justamente esta cuestión de los liderazgos políticos: por un lado se nota esta cuestión de la importancia que le das y, al mismo tiempo, los desmarcás de sus aspectos más providenciales. ¿Cómo se traslada esto en términos analíticos? ¿Y si hace falta, desde tu punto de vista, pensar la política más desde estas contingencias?

La moneda en el aire, si querés. Sí, a ver, liderazgo no quiere decir que hay un rumbo predeterminado que se recorre con tranquilidad. Siempre está plagado de problemas, efectivamente, como vos decís, de contingencias, de contingencias inesperadas que ponen a prueba ese liderazgo.

¿Podemos ir para atrás? A mí hay un libro mío que me gusta mucho, que en realidad es mi libro preferido de todo lo que yo escribí, que es Desorden y progreso (con Fernando Rocchi y Gastón Rossi, Edhasa, 2011), que es sobre la época roquista, Roca y Juárez Celman. ¿Por qué lo traigo a colación? Porque la política de desarrollismo provinciano de Juárez Celman, es decir, trasladar el progreso material a las provincias en forma igualitaria, fue una contingencia inesperada para Roca, y tuvo que lidiar con la crisis que eso generó. Acordate, 1891, Roca tiene que pactar con Mitre para llevar a Luis Sáenz Peña a la presidencia y ver si puede recobrar un poder que está en cuestión a partir de la revolución de 1890. Eso en cuanto a Roca.

Yrigoyen es notable: contingencia en su nacimiento, en el momento en que llega a la presidencia por la Primera Guerra Mundial, y contingencia cuando nace su segundo gobierno por los primeros síntomas y vestigios de la Gran Depresión. Esto es pura contingencia. Digo, llega con una idea y esa idea se la tumba la moneda que cayó cruz.

Y Perón: él mismo construye su propia contingencia con la crisis con la iglesia, con la pelea con la iglesia. Que de alguna manera están diciéndonos que hay también elementos psicológicos en un líder, en un país presidencialista cuasi monárquico por momentos. Esto es, Perón se siente solo, Perón no sabe cómo seguir adelante, Perón tiene que cambiar el patrón distributivo inicial y termina en decisiones que lo deterioran muy profundamente. Y, básicamente, en la pelea con la iglesia, que yo describo en la caída como un punto central de su caída.

Y bueno, nada, podría seguir: Alfonsín, Menem, todos ellos son liderazgo y contingencia. Liderazgo, comprensión de la época y contingencia. Contingencias que los ponen a prueba.

«Alvear es el que levanta las banderas del primer programa al que uno podría llamar socialdemócrata en la Argentina en la elección de 1937, en la que termina siendo derrotado por el fraude. Y en ese punto Alfonsín era mucho más alvearista de lo que creía». 

Estoy notando mucho eso en el último tiempo en historiadores de la política económica, como vos te nombraste, que tratar de volver a juntar los aspectos más estructurales de la economía con las contingencias de los liderazgos. Como que hay una cuestión de ser un poco más indulgentes con esos dirigentes y, tal vez, evitar fórmulas sencillas para explicar procesos complejos.

Mis amigos, al menos los que me critican, siempre me dicen que yo soy demasiado indulgente con los gobiernos. Con todos los gobiernos, no con uno en particular. Tu rasgo distintivo, me dicen, es la indulgencia, la empatía con el que está a cargo. Además, es verdad, y es de tal naturaleza que me vuelvo más empático y más indulgente cuando más caído está alguien. Porque, para colmo, yo no estoy hablando de la sociedad, no estoy hablando de la oposición, en general me enfoco en los gobiernos y me vuelvo indulgente con los gobiernos cuando están pasando sus peores momentos.

Yo creo que la razón en mí (no digo en los demás), es que yo pasé alguna vez por el gobierno. Y al pasar por el gobierno uno se vuelve más indulgente (creo que lo digo en La moneda en el aire), uno muerde la manzana de la comprensión. Lo que me pasó es que mordí esa manzana de la comprensión y ya está, no me la puedo sacar de encima. Me han inoculado un virus al que yo ya no puedo combatir. No hay medicina para ese virus. Y creo que un buen historiador, no digo que yo lo sea, debería tener ese virus.

Haciendo un salto en esta mixtura de libros, también vi un punto interesante entre El eslabón perdido y El planisferio invertido con respecto a la economía política del radicalismo. El otro gran actor político de la historia argentina, con cierto complejo de inferioridad: ¿Por qué este interés tuyo, más allá de recuperar ese radicalismo en la gestión?

¿Por qué? me preguntas. La respuesta es muy sencilla, es una respuesta emocional. Esto es, yo trabajé con Alfonsín, y cuando trabajé con Alfonsín, en un momento dado me pregunté: «¿Quiénes fueron sus padres?».

¿Por qué me hice esa pregunta? Porque yo no tenía nada que ver con el radicalismo. Nunca tuve que ver, no tengo que ver con el radicalismo. Cualquiera puede mirar ahí en Twitter, red de la que soy un asiduo participante, que me dicen “el historiador o el economista radical”. Y yo no los desmiento, porque ya no tengo manera de desmentirlos, pero yo no he sido radical y no soy radical. Ahora, lo que sí tengo es un vínculo afectivo, que se puede notar en el último libro, con Alfonsín, que me hizo preguntarme acerca de los padres fundadores. ¿Quiénes son los que construyeron una arquitectura político-institucional que termina en Alfonsín?

Entonces, ahí volví atrás. No volví a la fundación del radicalismo, volví ahí nada más. Y sí, quise ver al radicalismo en acción. Dos veces lo quise ver al radicalismo en acción: en El eslabón perdido, y, después, en forma de biografía, quise ver a Alfonsín en acción en El planisferio invertido. Justamente digo este radicalismo.

Ahora, otra cosa es la política económica. Bueno, justamente, lo fundante del radicalismo es que no tiene una política económica, y no puede definir una política económica, porque toda idea que parta de la base de que lo fundacional es la construcción de la democracia, y que con la democracia se come, se educa y se cura, es una idea que no puede definirse. Quienes sostengan esa idea no pueden definirse por sus preferencias en términos de economía o de política económica. En Yrigoyen hay un intercambio con Molina, el senador cordobés, muy interesante, porque le pregunta Molina: “¿pero qué somos? ¿Somos proteccionistas o librecambistas?” Y no hay nada más divertido que leer la respuesta de Yrigoyen, porque no se entiende nada. Porque no le quiere contestar, entonces no se entiende nada. Igual a él no se le entendía nunca, no hablaba, pero cuando escribía tampoco se le entendía nada.

En ese sentido, en tu libro también hay una revisión de Alvear, que fue también un maldito de la propia historia del radicalismo durante mucho tiempo. De hecho pareciera que él ofrece más material para pensar una economía política radical y un modelo distributivo: ¿Qué podemos encontrar en la belle époque alvearista? 

Primero, digamos, yo en El planisferio invertido digo que Alfonsín no logra reconocerse como alvearista cuando en realidad lo es. ¿Y en qué es alvearista? No en un tema de política económica. Lo es en el reconocimiento del adversario como un adversario que forma parte del mismo sistema político. Alfonsín no propone una batalla campal para destruir al otro. No tiene el viejo régimen Alfonsín. ¿Por qué no lo tiene? Porque el viejo régimen es la dictadura militar, entonces ahí no hay nada que discutir. En cambio, Yrigoyen y Alvear tienen posiciones distintas sobre eso.

Alvear tuvo además la suerte de vivir una época razonablemente estable en la Argentina y entonces pudo pensar en la política económica. Antes hablábamos de un Yrigoyen que había heredado los efectos de la Primera Guerra Mundial. Lo que hereda Alvear es la normalización transitoria de la Argentina en los años ‘20. Entonces ahí sí puede pensar en términos de qué hacemos, cómo mantenemos el rumbo del progreso material con una política social distinta.

Es en ese sentido, Alvear es el que levanta las banderas del primer programa al que uno podría llamar socialdemócrata en la Argentina en la elección de 1937, en la que termina siendo derrotado por el fraude. Y en ese punto Alfonsín era mucho más alvearista de lo que creía, una vez más.

Yendo al libro sobre Alfonsín, que sin duda ha tenido un notable efecto público: ¿Por qué ir al Alfonsín antes del 83, por qué ir a la persona? ¿Por qué ver el proceso desde su balbinismo hasta la ruptura con el viejo líder? ¿Alfonsín fue una excepción o fue la regla en la historia del radicalismo? Me parece que en esa trama vos también tratás de entroncarlo como un radical genuino, más allá de sus aspectos idiosincráticos. 

Alguien me preguntaba, que digo al pasar, alguien me preguntaba qué posición tendría hoy Alfonsín frente a la coalición que el radicalismo termina armando con Macri. Es una pregunta inútil, pero yo pienso que era tan radical que probablemente hubiera protestado contra la coalición, pero, a diferencia de su hijo, se hubiera quedado adentro, porque nunca hubiera roto con el partido. Le hubiera molestado esa alianza, pero nunca hubiera roto. Hubiera tratado de influirla, de torcer el rumbo en alguna dirección.

Yo comprendo a radicalismo actual, yo comprendo mucho la convención de Gualeguaychú y la decisión tomada allí. Pero una vez que la comprendo, creo que el radicalismo no adquirió una personalidad política autónoma que tratara de torcer el rumbo en una dirección más parecida a lo que ellos pensaban. Y creo que sigue siendo así. Igual vos me estabas preguntando otra cosa.

¿Cómo se entronca Alfonsín en el radicalismo? En esa tradición y pensando con el radicalismo previo: es radical, es balbinista, es yrigoyenista, es «Intransigencia y Renovación». Y es muy importante una «Intransigencia y Renovación» que empieza a identificarse, no diría con la socialdemocracia, pero sí con el Labour Party inglés. Y entonces ahí, yo lo digo en el libro, Alfonsín es un dirigente que se siente despojado por el peronismo de la base social popular radical, esa base social que había tenido el Yrigoyen del ‘28 en el plebiscito. Entonces va por algo, libra una batalla imposible de ganar, que es dar vuelta a la historia, volver atrás, volver a la declaración de Avellaneda y a una elección del ‘46 que tiene un resultado distinto. Me quedo con la base social popular. Bueno, a mí me produce una enorme ternura ese objetivo de Alfonsín que no podía sino fracasar.

Bueno, vinculado a eso, leí hace algún tiempo un viejo texto de Torcuato Di Tella que un poco él se quejaba de eso, decía “¿dónde se vio una socialdemocracia sin sindicatos?” 

Bueno, un poco Alfonsín piensa lo mismo, por eso quiere volver, quiere darle batalla al sindicalismo peronista. Él tenía además esa coyuntura militar tan tremenda y por lo tanto veía a los sindicatos como potenciales aliados de los militares, era un problema para él. Pero él buscaba, aunque nunca dijo el término, el Tercer Movimiento Histórico. Lo dijo [Conrado] Storani, quiero decir, estaba presente, estaba la idea de torcer, de dar vuelta a la Argentina como una media y construir un movimiento, un tercer movimiento popular que fuera liderado por él. Pero un movimiento que no fuera idéntico a la Unión Cívica Radical. La Unión Cívica Radical era el punto de partida de esa idea.

En esa lectura, ¿vos creés que el fracaso de la ley Mucci es un punto crítico en ese proyecto?

Mucho menos que lo que se dice. A mí me parece que esa ley, que era muy moderada y lo único que pretendía era la representación de las minorías. No hubiera cambiado el curso de la historia. Tal vez hubiera habido minorías, y ni siquiera sé si radicales, porque probablemente hubiera habido más minorías de izquierda que radicales. Tal vez nada demasiado relevante hubiera sido distinto si la ley Mucci se aprobaba.

Sí es cierto que es una derrota política y, en ese sentido, sí marca un problema para el gobierno de Alfonsín. Pero el contenido mismo de la ley no me parece tan interesante como se lo dice.

«La presencia de Alfonsín vino a ponerle política de poder factible a algo que nosotros ni siquiera podíamos todavía construir como una arquitectura intelectual coherente. Creo que por eso lo amamos tanto a Alfonsín. Siendo que él no era un intelectual, aunque por momentos pretendía serlo, él dio el puntapié inicial para que nuestra conversión terminara de anclarse en nosotros».

Vinculado al momento actual, parecer haber un reverdecer de las lecturas sobre los ’80: la película “Argentina, 1985”, los cuarenta años de democracia y la publicación de dos libros, uno el tuyo y otro el de Juan Carlos Torre, como dos formas de leer esos años. Allí hay algo de un modo de rever los ‘80, de repensarlos, de derrumbar algunos mitos, pero a la vez también discutir cierta mirada actual, un tanto cruel, sobre el proceso alfonsinista y su fracaso en la gestión económica. ¿Cómo discutimos Alfonsina 40 años de democracia? 

Alfonsín es un constructor institucional, antes que nada. Va a quedar en la historia como un constructor institucional. Yo en el libro lo digo, sobre todo, por dos momentos de inspiración: el del 82-83, que nos da la democracia, y el 93-94, que convierte el afán reeleccionista de Menem en una oportunidad para darnos una Constitución más moderna, pero además más competitiva políticamente, es decir, con movimientos políticos que puede ganar uno o ganar el otro. Esto es así por primera vez en la historia, no fue así con Perón, no fue así con Yrigoyen, no fue así con Roca. En un constructor institucional que, a medida que pasa el tiempo, lo vamos a valorar, la historia y los historiadores lo van a valorar mucho más como eso.

Entonces, yo siempre me digo: “¿y qué le pedimos?”, que además se acierte con la economía. Uno que acaba de llegar y no tiene ni la menor idea de qué está pasando: la primera experiencia gubernamental de su partido desde el año ‘66, que además hereda una dictadura fracasada, que es lo peor que le puede pasar a una democracia. Porque al menos en Chile heredaron un orden, la democracia heredó un orden. Alfonsín no heredó ningún orden, heredó un caos. Y en ese caos tampoco sabía muy bien qué hacer. Entonces, que le fuera bien es ridículo, es de mal historiador pensar que también le podía ir bien en la economía.

Una de las cosas que aparecen, y que vos has mencionado de tu propia trayectoria (recuerdo un artículo muy lindo en el libro homenaje a Juan Carlos Portantiero que coordinó Claudia Hilb), es lo que pasó con esa generación socializada en la política de los ’60 y ’70 que transitó una conversión en los ’80. ¿Qué pasaba con ese proyecto? ¿Qué cambió? ¿Cómo cambió esa generación con Alfonsín?

¿Cuándo decís esa generación estás pensando en Juan Carlos Portantiero, en De Ípola, y en alguno más? Yo participaba de eso, solo que estaba en el Ministerio de Economía, y dialogaba mucho, como lo viste en esa memoria afectiva que yo escribí sobre Juan Carlos, yo era muy amigo de Juan Carlos Portantiero. Así como soy muy amigo de Juan Carlos Torre, fui muy amigo de Juan Carlos Portantiero. Quiero traducir la pregunta porque me enredé yo solo, lo que vos decís es: “bueno, ninguno de nosotros era radical, sin embargo fuimos alfonsinistas”.

¿Qué representó el alfonsinismo en esa trayectoria vital de ustedes? 

Ponerle palabras y política a lo que nosotros estábamos intuyendo de forma vacilante, que era la democracia. Nosotros no éramos democráticos, a nosotros nos interesaba la revolución social, el desarrollo económico, la equidad, un coronel nasserista que viniera a salvarnos a todos, cualquier cosa menos la democracia. Empezamos a pensar la democracia todos en forma balbuceante durante la dictadura, algunos en la Argentina, algunos en el exilio.

Entonces la presencia de Alfonsín vino a ponerle política de poder factible a algo que nosotros ni siquiera podíamos todavía construir como una arquitectura intelectual coherente. Creo que por eso lo amamos tanto a Alfonsín. Siendo que él no era un intelectual, aunque por momentos pretendía serlo, él dio el puntapié inicial para que nuestra conversión terminara de anclarse en nosotros.

La última pregunta, dado que estamos en un medio del Partido Socialista, tiene que ver con la posibilidad de la construcción de algo así como una socialdemocracia argentina: ¿Hay todavía espacio para pensar una propuesta socialdemócrata? ¿Y qué rol tienen estos actores como el socialismo, como el radicalismo o figuras como Alfonsín? ¿Se puede reconstruir un camino alternativo? 

Siempre se puede reconstruir la idea, la utopía, si querés, de una postura más igualitaria dentro de una democracia capitalista. Pero a condición de que en cada momento entendamos la coyuntura y cómo es la sociedad. ¿Qué quiero decir con esto? Quiero decir que si nosotros vamos a pronunciar la palabra socialdemocracia con el mismo sentido que tenía en los ‘60 y los ‘70, nos vamos a equivocar. Porque la sociedad es distinta, porque no existe aquella clase obrera. No sé si fue al paraíso o al infierno, pero a algún lado se fue. Es una sociedad distinta. Yo tiendo a pensarme a mí mismo hoy, en ese sentido, más como un liberal de izquierda que como un socialdemócrata de aquella época. Para mí, la manera de nombrar la socialdemocracia moderna es llamarnos a nosotros mismos liberales de izquierda.

QUIÉN ES

Pablo Gerchunoff es economista e historiador. Profesor Emérito de la Universidad Torcuato Di Tella; Profesor Honorario de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires; profesor visitante en diversas universidades extranjeras. Investigador Asociado del Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Alcalá de Henares, Miembro de número de la Academia Nacional de Ciencias Económicas y becario de la Fundación Guggenheim (2008/2009). Ha recibido el Premio Konex 2016 como personalidad destacada de las Humanidades Argentinas en la categoría “Desarrollo Económico”.

Ha escrito extensamente sobre temas de economía política, solo o en colaboración. Entre sus publicaciones más importantes se destacan El ciclo de la ilusión y el desencanto. Un siglo de políticas económicas argentinas (varias ediciones, junto a Lucas Llach), Entre la equidad y el crecimiento. Ascenso y caída de la economía argentina 1880-2002 (2004, con Lucas Llach), ¿Por qué Argentina no fue Australia? Una hipótesis sobre un cambio de rumbo (2006), Desorden y Progreso. Historia de las crisis económicas argentinas 1875-1905 (2007, con Gastón Rossi y Fernando Rocchi), El eslabón perdido (2017), La caída (2018) y La moneda en el aire. Conversaciones sobre la Argentina y su historia de futuros imprevisibles (2021), junto a Roy Hora.