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17 de octubre: la promesa, la apuesta y la lealtad

por | Oct 17, 2020 | Ideas e historia, Opinión

La conmemoración de un evento tan estrechamente identificado con los ideales de justicia social debe concitar no solo el respeto sino también la aprobación y el aplauso de los que no nos sentimos parte de la cultura política peronista pero, sin embargo, apreciamos su valiosa contribución a hacer de la Argentina un país mejor. Todo ello no impide formular esta modesta advertencia: la forja del vínculo entre Perón y sus seguidores constituye un problema histórico complejo que, en rigor, no pude abordarse concentrando la atención en los sucesos del 17 de Octubre y en sus antecedentes inmediatos. En la historia no hay esencias ni eventos signados por la transparencia y la pureza.

Se cumplen 75 años del 17 de Octubre de 1945. Los hechos de esa jornada memorable, que ocupa un lugar tan prominente en la memoria colectiva, son muy conocidos; también lo es el conjunto de acontecimientos que, en los días previos, desencadenaron la protesta popular que torció el curso de la crisis política de la Revolución del 4 de Junio en favor del coronel Juan Perón. El 9 de octubre, Perón fue destituido de sus cargos de vicepresidente y secretario de Trabajo y Previsión del gobierno militar. Permaneció varios días en su domicilio, abatido y sin grandes esperanzas de retornar al centro del escenario. El 13 su situación empeoró: fue arrestado y trasladado a la isla Martín García. Dos días más tarde, una nueva mudanza lo depositó en el Hospital Militar de Buenos Aires. Desde allí asistió a los acontecimientos del 17, cuando una vasta movilización popular lo rescató del ostracismo y volvió a insuflarle vida a su proyecto político. A última hora de ese día, cuando el presidente Edelmiro J. Farrell ya lo había ungido como el candidato con que la dictadura militar iba a participar en las elecciones por las que la oposición había venido presionando durante meses, Perón salió al balcón de la Casa Rosada. En la Plaza lo esperaban, ansiosos, varios miles de manifestantes, que se habían congregado allí a lo largo del día, presionando en favor de su liberación. Perón dirigió unas palabras a sus seguidores, asegurándoles que su proyecto de justicia social seguía en marcha. Nacía así el 17 de Octubre, y la historia del peronismo comenzaba a labrar el mito identitario que, a 75 años del suceso, sigue constituyendo su principal lugar de memoria.

La secuencia de eventos recién evocada es, como dijimos, conocida. Más controvertida es la manera de interpretarlos. Gran parte del debate sobre el significado de lo que sucedió el 17 de Octubre ha adoptado una perspectiva temporal acotada, ya sea porque el foco de la reconstrucción apunta a determinar qué tipo de actores populares protagonizaron la movilización –migrantes internos desprovistos de conciencia de clase, obreros movidos por una racionalidad clasista o, en versiones más al gusto de nuestro tiempo, un conjunto socialmente más heterogéneo cuya unidad y cohesión se forjó al calor del propio fenómeno de antagonismo político del que los sucesos de esa jornada fueron parte–, y qué nos dice su comportamiento sobre la cultura política popular de esos años, ya sea porque, al poner la lupa sobre los principales protagonistas de la crisis, las preguntas giran en torno a las vicisitudes del acontecimiento y la manera en que la acción de algunas personalidades –Perón, Eva, el general Ávalos, Farrell– y de las distintas facciones y sectores de la clase dirigente –elites sindicales, militares, políticas– moldearon lo que sucedió durante esa jornada. En lo que sigue, en cambio, quisiera abordar el problema del 17 de Octubre dirigiendo la atención hacia dos interrogantes que invitan a situar al Día de la Lealtad en un marco temporal más amplio, mirando tanto hacia atrás como hacia adelante. Las preguntas son las siguientes: ¿cómo se vincula lo sucedido en la Plaza de Mayo con movilizaciones obreras anteriores y qué nos dice esto sobre la cultura política popular y sobre cómo interpretarla?; ¿qué importancia debemos asignarle al 17 de Octubre en la forja del lazo entre Perón y sus seguidores?

TRABAJADORES EN LA PLAZA DE MAYO

Respecto al primer punto, los estudios sobre el 17 de Octubre suelen enfatizar la novedad de lo sucedido en esa jornada. Es lo que nos sugiere, por ejemplo, un valioso ensayo de Daniel James sobre los acontecimientos de ese día en la ciudad de La Plata. El historiador galés ve al Día de la Lealtad como el momento de emergencia de una nueva cultura popular que las fuerzas de izquierda, hasta entonces los principales organizadores de la protesta obrera, desconocían o no habrían sabido interpretar. El argumento de que el comportamiento de los manifestantes habría sorprendido a socialistas y comunistas, poniendo de relieve un profundo hiato entre unos y otros, confluye en varios puntos con una antigua línea de análisis, de signo nacional-popular, que suele informar la visión de los triunfadores de esa jornada. En ambos casos, la protesta obrera aparece como un rayo en cielo sereno, como un evento sin precedentes en la historia nacional. Nacido al margen y en tensión con las formas de movilización en el espacio público cultivadas por la izquierda, portador de otros significados y valores, el 17 de Octubre mostró, para quien quisiera verlo, y para decirlo con la conocida metáfora de Raúl Scalabrini Ortiz, “el subsuelo de la patria sublevado”. Y ello, sugieren estas narrativas, marcó el ocaso de socialistas y comunistas como intérpretes y organizadores de las demandas de las mayorías.

Dos episodios muy anteriores al momento que estamos comentando, sin embargo, arrojan algunas sombras sobre la validez de este conjunto de argumentos. Invitan, además, a colocar al Día de la Lealtad en el marco de otras series, y a asociarlo con eventos y procesos que van mucho más allá de la Década Infame y la dictadura de 1943, esto es, mucho más atrás de lo que las reconstrucciones clásicas sobre la constitución del peronismo (las elaboradas, entre otros, por Gino Germani, Miguel Murmis y Juan Carlos Portantiero, Juan Carlos Torre y Daniel James), y muchas de las contribuciones más recientes, insisten en presentar como el marco en el que este fenómeno central de nuestra vida pública se vuelve comprensible. En cambio, sugiere que es necesario cambiar el punto de vista e incorporar a nuestro horizonte la idea de que, desde muy temprano, la Casa Rosada y la Plaza de Mayo constituyeron un factor de atracción, a la vez tentador y problemático, tanto para los trabajadores como para la dirigencia obrera.

Desde muy temprano, la Casa Rosada y la Plaza de Mayo constituyeron un factor de atracción, a la vez tentador y problemático, tanto para los trabajadores como para la dirigencia obrera.

El primero es la marcha de la industria del 26 de  julio de 1899. Ese día, miles de trabajadores recorrieron las calles de Buenos Aires. Lo hicieron bajo el liderazgo de sus empleadores. El motivo de esta confluencia obrero-patronal fue la defensa del proteccionismo industrial, entonces sometido a crítica por parte de la opinión librecambista. Como es sabido, para el cambio de siglo la manufactura ya poseía una considerable gravitación económica, a punto tal que había convertido a Buenos Aires en la principal ciudad industrial de América Latina. La marcha de la Unión Industrial Argentina estaba destinada a subrayar este fenómeno, así como la centralidad de la manufactura para proveer empleo y bienestar a una porción considerable de la población urbana.[1]

El peregrinaje de los obreros industriales culminó frente a la Casa Rosada. ¿Cuántos manifestantes tomaron parte en esa temprana expresión del potencial político que anidaba en la alianza entre trabajadores e industriales? Según el periódico anarquista El Rebelde, “una masa grandísima de trabajadores”.[2] La Vanguardia, más interesada en la precisión, pero algo avara en su estimación, sugirió que fueron 40.000.[3] Otros medios de prensa, incluso algunos críticos del proteccionismo, como La Nación, consideraron que la cifra era mucho más alta. En todo caso, incluso si tomamos la sugerencia de La Vanguardia tenemos que concluir que el número de manifestantes del 26 de julio de 1899 no fue muy inferior al que concurrió a la Plaza de Mayo el 17 de octubre de 1945. Esto, claro, en una urbe que era tres o cuatro veces más pequeña y tenía medios de transporte más pobres.

Lo interesante del caso no es sólo el número de trabajadores que se hicieron presentes en la Plaza de Mayo. Quizás más relevante es lo que sucedió en la Casa Rosada. El presidente Roca salió al balcón del primer piso, y desde allí se dirigió a los manifestantes. Casi medio siglo antes de que Perón hiciera de la alocución desde ese mismo lugar uno de los grandes rituales de la política nacional, otro militar, que para muchos simboliza la política sin pueblo, incursionó en este ejercicio. Ante las columnas obreras encabezadas por la dirigencia industrial, Roca se refirió a la importancia de la actividad manufacturera y al valor de la colaboración entre trabajo y capital. Sus palabras fueron recibidas con aplausos.[4]

La marcha de la industria del 26 de  julio de 1899 culminó con miles de trabajadores en la Plaza de Mayo. Ante las columnas obreras encabezadas por la dirigencia industrial, Roca se refirió a la importancia de la actividad manufacturera y al valor de la colaboración entre trabajo y capital. Sus palabras fueron recibidas con aplausos.

Reparemos un instante en el modo en que la izquierda interpretó la presencia proletaria frente a la Casa Rosada. La Vanguardia se refirió a esa confluencia entre obreros y empresarios como un “espectáculo denigrante, monstruoso”.[5] Para la prensa socialista, los dueños de fábrica habían arrastrado “a sus trabajadores como soldados que obedecen a sus jefes, ó rebaños guiados por sus pastores, so pena de ser despedidos.”[6] Y eso reflejaba la falta de conciencia política de ese “pueblo atrasado e ignorante”.[7] El anarquista El Rebelde, por su parte,también calificó a la marcha como un “acto indigno”.[8]

Las impugnaciones de anarquistas y socialistas a una manifestación popular que no habían liderado y cuyo mensaje político rechazaban de plano no tienen nada de sorprendente. Tampoco puede llamar la atención que estos voceros de nuestra izquierda le quitaran legitimidad a los participantes, acusándolos de no representar al verdadero pueblo trabajador. Eran “carneros”, esa fracción del pueblo “atrasado e ignorante” que carecía de conciencia política. El verdadero pueblo, el dotado de conciencia de clase, estaba en otro lado.

No fue la única vez que estos argumentos fueron invocados por la izquierda para describir y calificar el comportamiento de manifestaciones populares. Entre las numerosas ocasiones en que la prensa de izquierda incurrió en este ejercicio un segundo episodio merece destacarse. Me refiero a la manifestación de desocupados del 12 de agosto de 1901. Ese día, una nutrida columna, integrada por algunos miles de trabajadores, recorrió la ciudad, para finalmente encaminarse a la Plaza de Mayo. Esta vez, la protesta fue promovida por el Partido Socialista, que ese día logró sacar a la calle un contingente mucho más imponente que el todavía modesto número de afiliados con que contaba esta organización (que entonces no llegaban al millar). El objetivo de la protesta del 12 de agosto –por cierto, mucho menos concurrida que la marcha de 1899 que acabamos se reseñar– era entregarle al presidente de la nación un petitorio con propuestas para combatir el desempleo, en ascenso en esos meses.

¿Cuál fue la reacción del presidente Roca ante esa masa obrera que se agolpó frente a la Casa Rosada? Muy distinta de la que muchos relatos sobre el carácter excluyente de la política oligárquica nos podrían hacer creer. Roca no sólo recibió en su despacho a la delegación socialista que encabezaba la manifestación. También instó a los socialistas a salir al balcón de la plana alta, e invitó a uno de ellos a dirigirles la palabra a los obreros congregados en la Plaza. Julio Arraga tuvo el honor de ser el primer socialista que interpeló, desde los balcones de la Casa Rosada, a una audiencia proletaria. Roca, sin embargo, nunca cedió el centro del escenario. Tanto es así que el General tomó la palabra después de Arraga y, con su discurso, cerró el acto obrero.[9]

Como no podía ser de otra manera, la marcha del 12 de agosto tuvo condimentos propios de las reuniones populares, en particular de aquellas donde predominan los manifestantes poco encuadrados por las ortodoxias ideológicas o las estructuras partidarias. Los relatos del evento sugieren que, en un momento, Roca se fastidió porque su discurso fue acompañado por algunos silbidos. Lo importante, sin embargo, no fueron esas manifestaciones de lo que los socialistas solían calificar como “incultura política”. Radica, en cambio, en el espectáculo de un presidente de la era oligárquica intentando seducir a los trabajadores que ocupaban la Plaza. Y que, si le creemos a los anarquistas de La Protesta Humana, realizó su faena con algún éxito. De hecho, la principal publicación ácrata del país se indignó tanto con “la mansedumbre” de los manifestantes como con “la desfachatez de los gobernantes, que desde los balcones, peroran a los descamisados como empedernidos demagogos”.[10]

Fuera de su santuario porteño, donde la izquierda moderada representada por el Partido Socialista tenía cierto peso, la izquierda no logró gravitar en la política nacional. Las expresiones de izquierda que se ubicaron a la izquierda del socialismo, como el comunismo, fueron casi insignificantes, y sólo comenzaron a ganar cierto protagonismo en el mundo sindical bien entrada la década de 1930.

“Masas trabajadoras” y “carneros”, “pueblo atrasado e ignorante” y también (y más importante) “descamisados”, y trabajadores seducidos por la perorata de un “demagogo” desfachatado: estas maneras de retratar la cultura política popular y su relación con las elites políticas no se inventaron en 1945.[11] Ya estaban allí desde mucho tiempo antes. Y también estaba presente, desde muy temprano, un modo de vincular a los trabajadores con la elite dirigente y el estado que no concedía demasiada relevancia a las ideas y la política de izquierda. Los estudios sobre el 17 de Octubre no les han prestado atención simplemente porque su mirada ha estado enfocada en el corto plazo y, por tanto, ha permanecido insensible a la historia más larga de la política popular de nuestro país. Se han mostrado indiferentes no sólo a la fracción del pasado que hemos reconstruido aquí a partir de unas pocas pinceladas sino también –y tal vez más importante– al ciclo de movilización política popular que se abrió en 1912-16 y que marcó toda la década de 1920, cuya relevancia rara vez es tenida en cuenta en los estudios sobre el surgimiento del peronismo. En muchos relatos sobre los orígenes de esta fuerza política parece como si ese cuarto de siglo de intensa competencia partidaria, de campañas de propaganda y movilización electoral que alcanzaron a todo el territorio nacional, y que dieron lugar a  elecciones donde llegó a participar el 80 % del padrón, no hubieran dejado ni rastro ni legado alguno. Fenómenos como las demostraciones de hostilidad popular frente a la sede del Jockey Club, que varios testimonios ya registran, a fines de la década de 1910, luego de victorias electorales radicales, no son incorporados en el análisis. Nada de todo esto cuenta. Para muchos estudios, tradicionales o recientes, lo importante parece comenzar con la dictadura de Uriburu y el régimen del fraude, la Gran Depresión, la migración interna y la sustitución de importaciones.

A esta limitación para mirar más allá de 1930 hay que agregar una segunda miopía. Al enfocar su atención en el mundo sindical más que en el popular, estos relatos suelen atribuirle a la izquierda mucha más relevancia que la que efectivamente tuvo en el largo ciclo histórico anterior a 1945. De allí que suelen mostrarse poco sensibles a todas aquellas dimensiones de la historia de la política popular que no se ordenan en torno a la acción de este sector de la opinión que fue, a todas luces, un actor de segunda importancia en la vida pública en las décadas que corren entre Roca y Perón. Ya lo era en la etapa oligárquica y lo siguió siendo desde 1912, cuando la Ley Sáenz Peña puso en contacto directo a las clases populares con la oferta partidaria. La era del sufragio libre fue particularmente decepcionante para la izquierda, que nunca pudo abandonar su condición minoritaria. Fuera de su santuario porteño, donde la izquierda moderada representada por el Partido Socialista tenía cierto peso, la izquierda no logró gravitar en la política nacional. Las expresiones de izquierda que se ubicaron a la izquierda del socialismo, como el comunismo, fueron casi insignificantes, y sólo comenzaron a ganar cierto protagonismo en el mundo sindical bien entrada la década de 1930. Las urnas, sin embargo, le siguieron resultando muy esquivas.

Todo esto nos dice cosas muy importantes no sólo sobre la política electoral sino también sobre las preferencias de las mayorías. Y también nos obliga a recordar que hablar de política popular antes de 1945 supone, en primer lugar, hablar de votantes de lealtades conservadores y, sobre todo, de lealtades radicales. Estas dos agrupaciones partidarias siempre conquistaron alrededor del 85/90% de los sufragios en cualquiera de las elecciones libres y competitivas nacionales que tuvieron lugar entre 1912 y el golpe del 4 de junio de 1943.[12] Integrar estos elementos –en particular a los radicales, amos del voto popular–, a la explicación sobre el problema del 17 de Octubre es fundamental para entender qué tipo de cosas se jugaban en las disputas de esos meses.

EL PUEBLO EN LA CALLE

La idea de que la historia popular de la Plaza de Mayo comenzó en 1945 forma parte de la memoria ideológica del peronismo y más en general de la política nacional. Durante un cierto tiempo, esa historia ejerció un influjo considerable sobre los mejores estudios académicos sobre nuestro pasado. Esa estación ha quedado atrás. Desde hace un cuarto de siglo, los historiadores comenzaron a advertir que, ya a comienzos de la era constitucional, la vida pública se caracterizó por su naturaleza inclusiva y participativa. Un libro de Hilda Sabato publicado en 1998, La política en las calles, puso de relieve el vigor de esa cultura de la movilización en la etapa abierta luego de Caseros y Pavón.[13] Una década más tarde, Silvia Sigal puso otro mojón en nuestra comprensión de la política en las calles. Su libro La Plaza de Mayo. Una Crónica, nos ofrece numerosos ejemplos de que, en tiempos de Roca, Yrigoyen o Uriburu, decenas de agrupaciones y miles de personas ocuparon y recorrieron ese espacio para interpelar al poder, reforzar su personalidad pública o darle relieve a sus demandas.[14]

Estos relatos nos muestran que los trabajadores fueron sólo un actor más de una cultura de la movilización que hunde sus raíces en el siglo XIX, y que a lo largo de la primera mitad del siglo XX lanzó más y más personas a la calle. Los obreros no fueron los primeros ni los únicos en manifestarse en público. Cuando colocamos a este fenómeno en el centro de nuestra atención, supuestas anomalías como que la Marcha de la Constitución y la Libertad del 19 de septiembre de 1945, con su predominio de manifestantes de clase media, congregase más manifestantes que el 17 de octubre pierden su condición de tales. La importancia de las marchas y manifestaciones de la primavera de 1945 resulta, en gran medida, de que las elecciones de febrero de 1946 dieron forma a un escenario inédito, que las recortó como eventos singulares, y las hizo ingresar en la gran narrativa de la historia nacional. Ello, sin embargo, no debe hacernos olvidar que eventos como el 17 de Octubre fueron una expresión más de una cultura de la movilización que recorre toda nuestra historia. Si adoptamos una mirada de largo plazo se vuelve muy discutible que las demostraciones públicas de la primavera de 1945 supusieran una inflexión decisiva, la única relevante, en términos de la escala o la dinámica de la movilización popular. Desde mucho antes, el pueblo, en sus distintas encarnaciones, ya era dueño de las calles y las plazas.

La idea de que la historia popular de la Plaza de Mayo comenzó en 1945 forma parte de la memoria ideológica del peronismo y más en general de la política nacional.

Para completar este razonamiento hay que decir que, en las décadas previas a 1945, el pueblo no era sólo número o cantidad. El pueblo o, más precisamente, la cultura popular, o de masas, también poseían una voz potente en la vida pública. Visiones como la de Daniel James, y antes otras de impronta populista, que describen al 17 de Octubre como el momento de emergencia de una cultura popular reprimida y enemiga de instituciones elitistas como la universidad o la gran prensa liberal, sólo captan aspectos secundarios del problema. Y no sólo porque lemas como “¡alpargatas sí, libros no!”, coreado el 17 de octubre, ya tenían un lugar en el lenguaje político desde dos décadas antes, pues había ingresado gracias a la acción de una fuerza política tan popular y tan populista como el lencinismo mendocino. O porque, como ya señalamos, el 17 de octubre no fue la primera vez que el Jockey Club fue hostilizado. Más importante es recordar que, mucho antes de que Perón hiciera su ingreso en el escenario público, no sólo la vida política sino también la vida pública estaban teñidas por una fuerte tonalidad plebeya, muy visible en las grandes urbes de la región litoral.

El capítulo más relevante de esa historia se vivió en las décadas de entreguerras, y estuvo directamente asociado con la forja de un régimen de sufragio amplio y libre y con la expansión de las industrias culturales. En esos años, la cultura argentina acentuó su carácter democrático. Diarios como Crítica, pero también la radio y el cine, fueron los vehículos a través de los cuales muchas expresiones culturales que negaban o desafiaban las jerarquías de poder y prestigio que verdaderamente contaban para las clases altas y los grupos dotados de mayor capital cultural comenzaron a ingresar regularmente a los hogares argentinos. Ese fue también el momento de emergencia de héroes populares que no le debían nada al patronazgo de las elites políticas o culturales, muy visible en ámbitos como el deporte, el hipódromo o la industria del espectáculo. Ejemplos como el del niño Tulio Halperin Donghi, cuyos padres ejercían un estricto control sobre el dial de la radio familiar, convencidos de que ese propagador de la baja cultura podía estropear su educación, son algo más que una anécdota trivial. No es preciso suscribir en todos sus detalles la versión que sugiere que las narrativas de conflicto entre ricos y pobres que ofrecían la radio y la pantalla cinematográfica expresaban la madurez de una cultura popular antielitista y contestataria para coincidir en que, ya en la década de 1930, la cultura argentina estaba impregnada por una intensa tonalidad plebeya. Agreguemos que, tanto por la fuerte incidencia de las industrias culturales en la forja de esa cultura, como por sus implicancias políticas, la izquierda no vio con entusiasmo estos desarrollos, que una y otra vez condenó con tanto vigor como los católicos, que se ubicaban en el otro extremo del arco político-cultural.

No sólo la prensa, la radio y el cine reflejaron el impacto de una sociedad en veloz proceso de democratización social que avanzaba por caminos contrarios a los imaginados por quienes deseaban elevar culturalmente al pueblo trabajador. El mundo del hipódromo, del espectáculo deportivo, de los juegos de azar, e incluso la lengua, fueron terrenos donde las clases populares urbanas dejaron marcas indelebles en los estilos de interacción cotidiana. En las grandes ciudades, y en particular en Buenos Aires, el habla pone de relieve cuánto se había democratizado el trato en la esfera pública. Lo señaló, consternado, Amado Alonso en su El problema de la lengua en América. En ese conocido estudio publicado en 1935, el gran filólogo español observó que, en la capital del país, y como consecuencia de cierta “inundación de plebeyismo… la minoría de hablar correcto tiene sobre la masa de conciudadanos un influjo menor que el esperable y necesario, pues no son para los más ese punto obligado de referencia por el cual la mayoría orienta su conducta social”.[15] Se expresaba, por doquier, un “aire de insolencia democrática.”[16]

En las décadas previas a 1945, el pueblo no era sólo número o cantidad. El pueblo o, más precisamente, la cultura popular o de masas, también poseían una voz potente en la vida pública.

Diez años antes del ingreso de Perón a la lucha por el poder, y más que en cualquier otro lugar de América Latina, las clases más educadas ya habían perdido la batalla por el dominio de la corrección en la expresión pública. Y la habían perdido no contra las deformaciones del lenguaje culto producto del arribo de grandes cantidades de inmigrantes sino por la emergencia de un lenguaje popular nuevo –del que el lunfardo era pieza central–, cuyas expresiones tenían carta de ciudadanía no sólo en la calle sino también en muchos medios de comunicación. El testimonio más evidente de la magnitud de este fenómeno es el rechazo del gobierno de los coroneles de 1944 a esa “degradación” del lenguaje, que dio lugar a una ambiciosa política dirigida a adecentar el habla popular sanitizando, entre otros objetos, las letras del tango. Por supuesto, una batalla librada contra las mayorías es una batalla que no se puede ganar, por lo que al cabo de un tiempo estos amantes de las buenas costumbres no tuvieron más remedio que declararse derrotados.

A la luz de este panorama, revelador de la potencia de la cultura popular madurada en las décadas de entreguerra, no parece razonable hablar del 17 de Octubre como de un momento de emergencia de lo reprimido, ni de expresión de lo que Daniel James denomina una “iconoclasia laica”. Recordemos que, ese día, los manifestantes mostraron mayor encono contra el edificio del diario Crítica, emblema y decano de la prensa amarilla, que contra los más respetables La Prensa o La Nación. La impugnación política y moral a los que tomaron parte en las protesta del 17 que puede leerse en la prensa de izquierda no debe confundirnos. Descamisados, hordas, turbas, lumpen-proletarios: como vimos, esas críticas no eran nuevas, ni hablan de la aurora de un nuevo tiempo. Basta mirar hacia atrás para advertir que, al margen del (previsible) modo en que fue tratada por la prensa de izquierda, la cultura plebeya que se expresó ese día en la Plaza de Mayo o en La Plata y sus alrededores no era tan distinta a la que había venido ganando terreno y cobrado forma visible en la vida pública nacional por, al menos, un cuarto de siglo.

EL DÍA DE LA LEALTAD

¿Dónde situar, entonces, la novedad y la relevancia del 17 de Octubre? Parte de la respuesta, por supuesto, radica en que esa jornada repuso a Perón en el centro del escenario y cambio el curso de la crisis política. No reveló una supuesta esencia popular, pero cambió el  curso de los acontecimientos. Hay que tener presente, de todos modos, que lo que sucedió en las elecciones del 24 de febrero no estaba contenido en el resultado de la crisis de octubre. De hecho, a fines de ese mes, muy pocos imaginaban que Perón pudiera ganar las elecciones presidenciales. Para entender cómo es que esto fue posible, una intuición de Silvia Sigal, otra vez, viene en nuestro auxilio y nos ayuda a expandir nuestro horizonte cognitivo. En el estudio más perceptivo sobre el 17 de Octubre escrito en las últimas dos décadas, esta autora sugiere que el debate sobre el análisis de los sucesos de octubre de 1945, y más en general el debate sobre los orígenes del peronismo, ha permanecido demasiado prisionero de la idea de que la emergencia de este movimiento político debe concebirse como una respuesta al panorama de marginación política y explotación económica que caracterizó a la década de 1930 y que, por tanto, los estudios sobre el tema han prestado muy poca atención a lo que la interpelación de Perón significó en tanto esperanza de un futuro mejor. Enfocados en el estudio de las condiciones que hicieron posible el surgimiento de esta fuerza política, en el 17 de Octubre como respuesta al pasado, los analistas del fenómeno dejaron en un segundo plano la relevancia de los sueños y esperanzas que Perón supo movilizar.[17]

Si el 17 de Octubre simboliza algo es, precisamente, la potencia de esa promesa de un futuro mejor. Una esperanza que, por supuesto, no debe entenderse como una ruptura radical respecto del modo en que, hasta entonces, las clases populares habían imaginado qué podía ofrecerles la sociedad argentina. Sobre esas expectativas trabajó Perón para ofrecer su imagen de futuro. Gracias al poder que le daba su posición como Secretario de Trabajo y Previsión y luego como vicepresidente del gobierno de la dictadura, desde 1944 Perón había puesto en marcha la maquinaria de la reforma laboral. Con estas palancas se había ido granjeando, de manera gradual y trabajosa, importantes apoyos en el mundo del trabajo y la organización sindical. Es claro, sin embargo, que todavía en octubre de 1945 los logros de su programa de reforma de las relaciones laborales se caracterizaban por su modestia. Eran significativos en tanto indicadores de una nueva orientación de política pública, pero todavía acotados en su impacto efectivo en la vida de las empresas. El gran cambio aún no había tenido lugar. De hecho, cuando Perón asumió la presidencia, en junio de 1946, los salarios reales prácticamente no habían experimentado mejoras. Lo importante estaba en el futuro.

Era el futuro, más que el presente, la gran carta de presentación de Perón. A lo largo de 1945, y con mayor fuerza en la campaña electoral que se extendió entre fines de octubre y los comicios del 24 de febrero de 1946, el candidato oficialista había derrochado promesas. El ingreso en una era de justicia social que tendría traducciones materiales visibles y concretas –por ejemplo, el pago de un mes adicional, el aguinaldo, o la mejora salarial–, era su gran promesa. De allí que, más que como el beneficiario de una lealtad ya arraigada y cristalizada, soldada en la Plaza del 17 de Octubre, es mejor concebir al Perón de esos meses como un hombre que, a fuerza de invocar la posibilidad de construir un futuro mejor, estaba contrayendo una enorme deuda con sus votantes. Conviene imaginar al héroe del 17 de Octubre y el 24 de febrero, en definitiva, no como el dueño de un cheque en blanco sino, por el contrario, como el deudor de un oneroso pagaré. De un pagaré que debía comenzar a redimirse el 4 de junio.

El 17 de Octubre no hubo Lealtad, sino apuesta.

De allí que el 17 de Octubre no hubo Lealtad sino apuesta. Y es importante tener en cuenta que, por el carácter todavía frágil de los lazos que Perón había tejido con quienes ese día lo rescataron del ostracismo al que deseaban confinarlo sus camaradas de armas, y que en las elecciones presidenciales otra vez apostaron por él, no tenía más opción que honrar ese pagaré. Enfrentado a todo el arco político, sin un pasado capaz de fortalecerlo, ese era el único camino que podía asegurarle la supervivencia política. Al fin y al cabo, si la apuesta por Perón –un personaje salido de la nada, una figura a quien tres años antes nadie conocía y, para peor, un militar– defraudaba las expectativas que había logrado concitar, sus votantes tenían el camino despejado para retornar a las agrupaciones políticas a las que habían seguido hasta entonces. Esto significaba, en primer lugar, volver al redil de la UCR, el partido al que las mayorías habían acompañado fielmente por más de un cuarto de siglo. En 1946 no había nada parecido a “masas en disponibilidad”. Pese a todo el ruido que introdujo el régimen del fraude en la relación entre votantes y oferta partidaria, la UCR permanecía como la primera opción de las mayorías. Esto no es menos cierto de los votantes de los suburbios industriales de Buenos Aires, donde la izquierda no tenía peso alguno. El resultado de las elecciones de 1931 y 1940 lo pone de manifiesto. Pese a que la Década Infame fue un tiempo de dificultades y frustraciones, esa etapa no introdujo ninguna inflexión significativa en las preferencias de los votantes populares. Entre las clases trabajadoras, todavía, la UCR reinaba soberana.

Considerando este panorama no resulta casual que Perón buscara sumar a una figura radical a la fórmula presidencial y que, convencida de que triunfaría en las elecciones de febrero, ningún dirigente de primera o segunda línea de este partido quisiera acompañarlo. El cordobés Amadeo Sabattini no fue el único que rechazó la candidatura a vicepresidente que tenía servida en bandeja. Esa cerrada negativa terminó abriendo el camino para que Hortensio Quijano, un político correntino de muy escaso porte, que siempre había sido un perdedor en su distrito y, para peor, una figura de pasado anti-yrigoyenista, de la derecha del partido, se quedara con el premio mayor. Para entender la apuesta de Quijano hay que recordar, además, que el correntino no sólo era un dirigente del montón sino que, con 62 años ya cumplidos cuando la esperanza de vida argentina era de 62 años, no tenía mucho futuro por delante (de hecho, moriría en ejercicio de la vicepresidencia). La reticencia de los dirigentes radicales ante las generosas ofertas de Perón nos dice mucho sobre cómo era visto el panorama electoral en el seno del partido dominante del sistema político. Idéntica conclusión se alcanza al comprobar que la cúpula radical tampoco tomó en serio a los dirigentes sindicales que, como Luis Gay, decidieron acercársele: no creían necesitarlos.[18] La política de seducción de dirigentes radicales puesta en marcha por Perón sólo tuvo algún éxito con figuras de poco peso, en general jóvenes, que veían bloqueado su avance dentro de la estructura partidaria de la UCR.

De todos modos, el punto más relevante a considerar al momento de situar al 17 de Octubre en un contexto más amplio no fue lo que sucedió en la campaña electoral o en las urnas el último domingo de febrero de 1946 sino el hecho de que, en el curso del trienio posterior, se produjera esa formidable transferencia de lealtades que dejó al radicalismo huérfano de casi todos los apoyos populares que lo habían sostenido por tres décadas. El factor determinante de este desplazamiento tectónico en el sistema político fue la política de mejora del ingreso y de incremento del bienestar popular más ambicioso de toda la historia argentina. En ocasiones, Perón justificó la  necesidad de este programa a partir del argumento de que la revolución distributiva que tuvo lugar en esos años tenía por objetivo construir un dique capaz de contener el avance de la izquierda sobre las masas trabajadoras. Pero está claro que esto era mera retórica política, calculada para hacer menos amarga la medicina, hecha en base de altas dosis de justicia social, que les recetó a los empresarios.

En efecto, el hecho de que en las elecciones de 1946 los representantes del capital decidieran volcar su influjo en favor de una alianza en la que participaban el Partido Socialista y el Partido Comunista –la Unión Democrática– revela bien que los empresarios no se tomaban el peligro rojo muy en serio (las fuerzas de izquierda, en cambio, siempre tendieron a darle a esta versión más crédito del que se merece, en gran medida porque la idea de que en la era previa a 1945 comunistas y socialistas poseían una considerable gravitación sobre los trabajadores les resultaba reconfortante). A todas luces, el principal desafío de Perón era otro. Consistía en impedir que los trabajadores que lo habían rescatado el 17 de octubre, y que luego lo habían acompañado en los comicios de febrero de 1946, vieran frustradas sus expectativas de mejora y retornaran al partido al que se habían mostrado fieles por más de un cuarto de siglo. Convencer a trabajadores de simpatías radicales de que votaran por el justicialismo no era una tarea que requiriese grandes batallas ideológicas; en su mayoría, esos votantes carecían de fuertes sentimientos anticapitalistas. Su dificultad era de otra índole. Era un trabajo considerablemente más oneroso que doblegar a una izquierda sin mayor gravitación electoral y tenues lazos con los trabajadores o que disciplinar a la dirigencia sindical. En un sistema electoral competitivo como el existente entonces, un actor político nuevo sólo podía hacerlo gracias a políticas distributivas muy ambiciosas. Allí está la principal clave del muy acusado sesgo pro-trabajo de la política macroeconómica del trienio dorado de 1946-49.

El factor determinante de este desplazamiento tectónico en el sistema político fue la política de mejora del ingreso y de incremento del bienestar popular más ambicioso de toda la historia argentina.

“La Argentina era una fiesta”, dijo alguna vez Félix Luna, y no le faltó razón. En esos años, las clases populares vivieron un boom de consumo aún más formidable que el de los mejores momentos de los años veinte. En la década radical, los salarios habían mejorado cerca de un 50%. Perón emuló ese logro en apenas un trienio. Con tal de incrementar el bienestar de sus seguidores, no reparó en medios ni en costos Y a esta política de seducción material hay que sumar cambios institucionales en el mismo sentido. En un perceptivo trabajo de 1956, ya Germani lo había puesto de relieve. Para las clases populares, el peronismo también significó “la libertad de afirmar sus derechos contra capataces y patrones, elegir delegados, ganar pleitos en los tribunales laborales, sentirse más dueños de sí mismos. Todo esto fue sentido por el obrero, por el trabajador en general, como una afirmación de la dignidad personal.”[19]

El resultado de las elecciones legislativas de 1948 (56,4%) y de las convocadas a fin de ese mismo año para reformar la constitución (66,6%) mostraron que, al cabo de algunos años, el mayor desafío político que Perón tenía por delante estaba perdiendo el carácter de tal. En ambos llamados, Perón obtuvo más votos que en 1946 (52,8%). A esto sumó otras iniciativas, dirigidas a disciplinar a los actores más díscolos de su propia coalición. Por una parte, acalló a los sindicalistas que en su momento soñaron con hacer de Perón un instrumento de un proyecto político de signo laborista, y puso presos a los más recalcitrantes, como Cipriano Reyes, que permanecería tras las rejas hasta 1955. También decidió la disolución del Partido Laborista y de la Unión Cívica Radical Junta Renovadora, a las que finalmente reemplazó por el Partido Justicialista. Al cabo de dos o tres años, el polvo de estos combates comenzaba a asentarse, y la victoria de ese presidente sin otro pasado que la vida de cuartel no podía ser más completa.

Fue recién entonces, a partir de 1949, que Perón comenzó a sentirse lo suficientemente confiado como para acortar la rienda y corregir el rumbo. Y esto significaba que la mejora del bienestar popular ya no podía imponerse como la gran prioridad de la política pública. El mayor acicate para este giro era el estrangulamiento externo provocado por la caída de los saldos exportables que, para peor, en 1950 y 1951, se combinó con condiciones climáticas adversas y una caída de los términos de intercambio: menos carne y trigo para exportar, menos ingresos unitarios por esas ventas. La economía se estancaba, crecían los desequilibrios, y también la inflación. En esas circunstancias, el osado Miguel Miranda debió ceder el timón de la economía al más competente y más cauto Alfredo Gómez Morales. La revolución distributiva había llegado a su fin. Y Perón hizo saber a sus seguidores, de manera clara y elocuente, que se había acabado la fiesta, y los instó a poner fin a los años de “derroche”. Quienes protestaron contra el fin de los buenos tiempos también aprendieron que la dureza en el trato ya no estaba reservado para los opositores: las huelgas ferroviarias del verano de 1950-51 terminaron con cientos de obreros detenidos, muchos de los cuales pasaron varios meses en la cárcel.

De allí que, si ese día de elecciones tiene algún significado, tal vez sea éste: mucho más que el 17 de Octubre de 1945, el 11 de noviembre de 1951 fue el verdadero Día de la Lealtad. El momento en que Perón pudo confiar, ciegamente, en que la Plaza de Mayo siempre estaría allí para homenajearlo

Un bienio de caída de los salarios y sin mucho para celebrar en términos de progreso social: ese fue el contexto en el que Perón debió enfrentar la crucial elección de renovación presidencial que la reforma de la constitución de 1949 había hecho posible. Decidió adelantar varios meses la fecha del llamado a las urnas, seguramente pensando que ello de daría alguna ventaja y, quizás, imaginando lo que vendría después. Esa elección de noviembre de 1951 pueden verse como una suerte de plebiscito, y no sólo sobre la reelección de Perón o sobre cuestiones más abstractas como el valor de la reforma constitucional: también sobre si un justicialismo más austero y más represivo era viable y, en definitiva, sobre las virtudes y defectos de un régimen que combinaba democratización social con autoritarismo político en una fase más madura y estabilizada, en donde había menos de lo primero y más de lo segundo. Ante esta inquietante pregunta, el veredicto popular de los comicios del 11 de noviembre fue inapelable: casi dos tercios (63,4%) de ese electorado muy ampliado por la presencia femenina dijeron que, pese a todo, querían seguir junto al gobierno nacido en 1946. El radicalismo obtuvo, apenas, el 32,3 % de los votos emitidos. La izquierda hizo un papel aún más pobre: el socialismo y el comunismo no alcanzaron, sumados, el 2 % de los sufragios.

En noviembre de 1951, y pese a que la Argentina ya había dejado de ser una fiesta, Perón fue ungido presidente por segunda vez. Si nos situamos en las semanas que corren entre las elecciones y la Navidad, podemos conjeturar que, pese al drama privado que seis meses más tarde se cobraría la vida de su esposa, el General debía estar dominado no sólo por la satisfacción sino también por el alivio. Podemos imaginarlo confiado en que la transformación de votantes circunstanciales en fieles seguidores que se había iniciado en 1946 era un proceso ya muy avanzado y, en consecuencia, que su margen de maniobra se había ampliado considerablemente. ¿Volverían los buenos tiempos para los trabajadores, los días de gloria de 1946-48? Seguramente muchos creían que el trienio 1949-51 no era más que un alto en el camino hacia formas más elevadas de justicia social, y que la marcha hacia adelante pronto recomenzaría. Perón, en cambio, mostró que tenía otras prioridades. De hecho, la amplia victoria de noviembre de 1951 fue seguida casi de inmediato por un plan de estabilización más coherente y sistemático que todo lo hecho en términos de ajuste en los tres años previos. Fue una nueva demora, ahora más deliberada y explicita, en el camino hacia el reino del bienestar popular.[20]

¿Por qué esta vuelta de tuerca se produjo inmediatamente después de conocerse el resultado de la convocatoria a las urnas? Seguramente porque al reflexionar sobre el significado de las elecciones que lo confirmaron en la presidencia, Perón comprobó que el ciclo político que se había abierto entre el 17 de Octubre y el 24 de febrero de 1946 ya estaba clausurado. Noviembre de 1951 mostró que su liderazgo era invulnerable a los problemas que azotaron a sus seguidores en los dos o tres años previos –la contracción del salario, el ascenso de la inflación, la mayor dureza en el trato con los huelguistas– y que, por tanto, su fortaleza ya no parecía depender de la formulación de una promesa sobre el futuro. El espaldarazo del 11 de noviembre le reveló que podía confiar en que sus seguidores habían dejado de lado toda duda sobre el valor del peronismo y toda esperanza de que el escenario político podía ofrecerles, en algún otro cuadrante, un refugio más acogedor. Los prestigios de la UCR como partido popular se habían evaporado. Y con ello se mostró a la luz del día que el vínculo entre Perón y sus seguidores ya tenía muy poco de la dimensión instrumental que había signado sus primeros pasos y se había redefinido, de manera evidente, como una relación carismática. Pese a que la revolución distributiva era cosa del pasado, para las mayorías argentinas no había ni podía haber nada mejor que lo que ofrecía Perón. Y, de la mano de Gómez Morales, Perón estaba dispuesto a explotar lo que le ofrecía ese cheque en blanco. De allí que, si ese día de elecciones tiene algún significado, tal vez sea éste: mucho más que el 17 de Octubre de 1945, el 11 de noviembre de 1951 fue el verdadero Día de la Lealtad. El momento en que Perón pudo confiar, ciegamente, en que la Plaza de Mayo siempre estaría allí para homenajearlo.  

La memoria ideológica de un movimiento popular tan vibrante y poderoso no puede estar sometida a los caprichos del archivo y la verdad histórica y, mucho menos, a la opinión de un simple académico.

¿Significa esto que debemos olvidarnos del 17 de Octubre para erigir, en su reemplazo, y un poco más entrada la primavera, un nuevo lugar de memoria que recuerde la intensidad del lazo entre Perón y sus seguidores? Los peronistas seguramente rechazarán la idea de modificar la fecha de celebración –y por tanto el significado– de su querido Día de la Lealtad. Y tienen muy buenas razones para desconfiar de los argumentos de los historiadores, y en particular de este historiador. La memoria ideológica de un movimiento popular tan vibrante y poderoso no puede estar sometida a los caprichos del archivo y la verdad histórica y, mucho menos, a la opinión de un simple académico. Podría agregarse, incluso, que la conmemoración de un evento tan estrechamente identificado con los ideales de justicia social que animan nuestra vida pública, formulada en los términos que mejor consideren los herederos de ese legado, debe concitar no solo el respeto sino también la aprobación y el aplauso de los que no nos sentimos parte de la cultura política peronista pero, sin embargo, apreciamos su valiosa contribución a hacer de la Argentina un país mejor. Todo ello, sin embargo, no impide formular esta modesta advertencia: la forja del vínculo entre Perón y sus seguidores constituye un problema histórico complejo que, en rigor, no pude abordarse concentrando la atención en los sucesos del 17 de Octubre y en sus antecedentes inmediatos. En la historia no hay esencias ni eventos signados por la transparencia y la pureza. De allí que para comprender mejor la constitución del lazo peronista es necesario elevar la mirada más allá de este notable acontecimiento, y encarar un examen atento a dimensiones analíticas y temporalidades hasta ahora poco tenidas en cuenta. Esta sugerencia puede resultar de utilidad no sólo para entender mejor el 17 de Octubre sino también la experiencia peronista y la política popular de la Argentina del siglo XX.

* Agradezco a Lila Caimari sus comentarios a un borrador de este ensayo. Y a Pablo Gerchunoff, por un largo y fructífero intercambio de ideas sobre estos temas.


[1] Sobre este episodio, Roy Hora, “Trabajadores, protesta obrera y orden oligárquico. Argentina: 1880-1900”, Desarrollo Económico. Revista de Ciencias Sociales, 59:229 (2020), pp. 329-360.

[2] El Rebelde, 30/7/1899.

[3] La Vanguardia, 29/7/1899.

[4] La Nación, 27/7/1899.

[5] La Vanguardia, 29/7/1899.

[6] La Nación, 9/9/1899, p. 4.

[7] La Vanguardia, 29/7/1899.

[8] El Rebelde, 30/7/1899.

[9] La Prensa, 13/08/1901.

[10] La Protesta Humana, 17/8/1901.

[11] Unos años más tarde, los comunistas hicieron nuevos aportes al diccionario de satanización de la izquierda. Entre los nuevos calificativos se destaca, por supuesto, el de “lumpenproletariado”. Estas novedades no cambian el cuadro delineado en estas páginas.

[12] Roy Hora, “Izquierda y clases populares en Argentina, 1880-1945”, Prismas. Revista de historia intelectual, 23 (2019), pp. 53-75.

[13] Hilda Sabato, La política en las calles: entre el voto y la movilización. Buenos Aires, 1862-1880, Buenos Aires, Sudamericana, 1998.

[14] Silvia Sigal: La Plaza de Mayo. Una crónica, Buenos Aires, Siglo XXI, 2006.

[15] Amado Alonso, El problema de la lengua en América, Madrid, Espasa Calpe, 1935, p. 169.

[16] Lila Caimari, “Mezclas puras: lunfardo y cultura urbana (años 1920 y 1930)”, en Adrián Gorelik y Fernanda Areas Peixoto (compiladores), Ciudades sudamericanas como arenas culturales, Buenos Aires, Siglo XXI, 2016, p. 163.

[17] Silvia Sigal, «Del peronismo como promesa», Desarrollo Económico, 48:190/191 (2008), pp. 269-286.

[18] Véase el testimonio de Luis Gay en el Archivo de Historia Oral, Instituto Di Tella.

[19] Gino Germani, “La integración de las masas a la vida política y el totalitarismo”, citado en Sigal, “Del peronismo”, p. 273.

[20] Para analizar este problema conviene consultar: Pablo Gerchunoff y Lucas Llach, El ciclo de la ilusión y el desencanto, Buenos Aires, Crítica, 2018.

Roy Hora

Roy Hora

Es historiador, doctorado en la Universidad de Oxford. Es investigador principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) de Argentina y profesor titular en la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ). Su último libro es "¿Cómo pensaron el campo los argentinos? Y cómo pensarlo hoy, cuando ese campo ya no existe" (Siglo XXI, 2018).