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Entre el «aniquilamiento» y el terrorismo de Estado: 45 años después

por | Oct 6, 2020 | Opinión

El concepto de “aniquilamiento” es clave para comprender algunos de los «capítulos negros y sangrientos» de la historia Argentina. A 45 años del “Operativo Independencia” -cuyos crímenes están siendo juzgados ahora mismo- y la extensión de ese sistema de represión y exterminio a todo el país con los decretos de «aniquilamiento de la subversión», conviene repasar el significado del concepto y ver los puntos de unión entre políticos civiles y mandos militares en aquella etapa. Esto puede ser útil para comprender la historia y también para diferenciar los crímenes perpetrados durante el período de gobierno de Isabel Perón y los de la dictadura militar iniciada en 1976.

Febrero de 1975, decreto “secreto” 261: “El comando general del Ejército procederá a ejecutar las operaciones militares que sean necesarias a efectos de neutralizar y/o aniquilar el accionar de los elementos subversivos que actúan en la provincia de TUCUMAN”. Octubre del mismo año, decreto 2772: “Las Fuerzas Armadas bajo el Comando Superior del presidente de la Nación que será ejercido a través del Consejo de Defensa procederán a ejecutar las operaciones militares y de seguridad que sean necesarias a efectos de aniquilar el accionar de los elementos subversivos en todo el territorio del país”.

En el Juicio a las Juntas Militares de 1985, el ex presidente interino Ítalo Luder dijo que la orden de “aniquilar a la subversión” significaba “inutilizar la capacidad de combate de los grupos subversivos, pero de ninguna manera significaba aniquilamiento físico”. Su opinión expresaba la de todos los dirigentes peronistas que diez años atrás habían firmado los célebres decretos y luego buscaban excluirse de cualquier tipo de responsabilidad por las acciones criminales que habilitaron.

Los abogados defensores de los jerarcas militares, por el contrario, sostenían que los decretos eran un mandato para dar muerte al enemigo, asimilando la actuación de las Fuerzas Armadas con una operación de combate en una guerra. Los jueces desestimaron sus argumentos y aceptaron la versión de Luder, contribuyendo a reforzar un corte en la interpretación histórica que delimitaba el terrorismo de Estado a la última dictadura (1976-1983). No obstante, mientras que el juez concluye su labor cuando dicta la sentencia, el historiador continúa la indagación acerca del cuándo, cómo y por qué. Es que, como nos enseñó Carlo Ginzburg, la verdad jurídica y la verdad histórica muchas veces no coinciden.

En el Juicio a las Juntas Militares de 1985, el ex presidente interino Ítalo Luder dijo que la orden de “aniquilar a la subversión” no refería al exterminio físico. Los abogados de los jerarcas militares dijeron lo contrario. Los jueces terminaron apoyándose en la posición de Luder. Pero la verdad jurídica y la verdad histórica muchas veces no coinciden.

A cuarenta y cinco años de la sanción de los decretos, esa advertencia del gran historiador italiano habilita la reapertura de una pregunta: ¿cuál era el significado del concepto de “aniquilamiento’”? Las órdenes dictadas por el gobierno nacional en 1975 organizarían las prácticas represivas de las Fuerzas Armadas bajo ese designio. En consecuencia, toda clarificación del concepto permite conocer mejor el nexo existente entre aquellas normativas de excepción, la represión clandestina y la masacre que habilitaron.

UN AÑO CLAVE

El año 1975 señala un momento decisivo en la historia del terrorismo de Estado, con dos hitos normalmente destacados por los especialistas. El primero fue el llamado “Operativo Independencia”, ejecutado por el Ejército en Tucumán desde febrero con el aval legal del decreto “secreto” 261. El objetivo era lograr la derrota y destrucción del “foco guerrillero” que desde algunos meses atrás había instalado en una zona rural de la provincia el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), una organización político-militar de orientación marxista. En el “Operativo”, se implementó un conjunto de prácticas ilegales: secuestros, ejecuciones sumarias, torturas en espacios clandestinos de encierro y desaparición de cadáveres. En octubre, el gobierno extendió el accionar del Ejército a todo el país, incorporando a la Armada y la Fuerza Aérea. Luego del ataque de la organización armada peronista Montoneros a una unidad militar en la provincia de Formosa, la nueva normativa se tradujo en la nacionalización de las prácticas de represión y exterminio secretas iniciadas sistemáticamente en el norte argentino.

Los decretos que sostuvieron la intervención de las Fuerzas Armadas en el orden interno se articularon alrededor del “aniquilamiento”. Se trataba de un concepto técnico proveniente del campo militar y que refería al exterminio físico del enemigo en el marco de una acción bélica. Su historia es compleja: en las primeras décadas del siglo XIX, Carl von Clausewitz, el teórico prusiano de la guerra, lo vinculaba a su enfoque político de los enfrentamientos armados. El “aniquilamiento” se asociaba con el doblegamiento de la voluntad y la neutralización física y moral del enemigo para derrotarlo mediante un uso proporcional de la violencia.  A principios del siglo XX, sin embargo, el alto mando del Ejército alemán realizó una lectura muy particular de la obra de Clausewitz: el “aniquilamiento” pasó a significar el asesinato en masa de vastos contingentes de fuerzas enemigas en combate. El Ejército argentino, formado y desarrollado en esa época bajo la influencia germánica, tomaría esa definición.

La guerra es un fenómeno que excede por mucho el aspecto estrictamente militar. La concepción bélica de la política se constituyó en un elemento central de un imaginario antisubversivo que operó sobre los análisis, decisiones y acciones de las Fuerzas Armadas. También estuvo presente en los organizaciones político-militares como “guerra revolucionaria”, y vastos sectores de la sociedad civil, así como entre la dirigencia política y las autoridades peronistas bajo una idea más amplia de “guerra interna”. Es por ello que debe formar parte de las reflexiones sobre el proceso de violencia, represión y exterminio de los años setenta.

Deberíamos preguntarnos, entonces, por qué el accionar de las Fuerzas Armadas ordenado por un gobierno constitucional se manejó alrededor de esa opción. La “guerra contra la subversión”, con sus prácticas de exterminio, es también un indicador de las coordenadas de sentidos de una época.

Pero al mismo tiempo hay que evitar decir que la guerra es solamente “la continuación de la política por otros medios”, como dicen algunos lectores apresurados de Clausewitz. Un conflicto armado –como el que se creía estar librando en los setenta– es también, entre muchas otras cosas, un fenómeno cultural. Así como no existe una “esencia” de la guerra, tampoco es inherente a ella la regla del “aniquilamiento”. Deberíamos preguntarnos, entonces, por qué el accionar de las Fuerzas Armadas ordenado por un gobierno constitucional se manejó alrededor de esa opción. La “guerra contra la subversión”, con sus prácticas de exterminio, es también un indicador de las coordenadas de sentidos de una época.

Durante la Guerra Fría, los militares conservaron el concepto de “aniquilamiento” y, además, la legislación adoptó gran parte de los términos de la doctrina contrainsurgente del Ejército. Este proceso fue común a otras experiencias históricas, como la Guerra de Argelia (1954-1962), por ejemplo. En octubre de 1975, el gobierno emitió la “Directiva del Consejo de Defensa 1/75 (Lucha contra la subversión)”, que ordenaba a las Fuerzas Armadas “aniquilar los elementos constitutivos de las organizaciones subversivas a través de una presión constante sobre ellas”. La terminología resulta inequívoca: refiere a asesinar. Aún hoy, no deja sorprender que un gobierno constitucional dictara semejante normativa. Para ir a sus fuentes, es mejor analizar los reglamentos militares.

UN CONCEPTO DE LARGA DATA

La incorporación por parte del Ejército de la doctrina antisubversiva francesa a fines de los años cincuenta y su posterior mezcla con el abordaje estadounidense en los sesenta obedeció a la búsqueda de una serie de principios de teoría y práctica para la guerra interna. Este aspecto se vinculaba con la exclusiva preparación desde fines del siglo XIX para los enfrentamientos convencionales en contra de un enemigo exterior. Un aspecto no menor del nuevo enfoque era que asumía los actos criminales como parte de las operaciones que las fuerzas militares debían llevar adelante para derrotar al enemigo. La adopción de un enfoque contrainsurgente habilitó el camino para hacer la guerra fronteras adentro y asimilar la represión y el eventual exterminio a una acción de combate.

A fines de los sesenta, el “aniquilamiento” tenía un significado doble: era una medida violenta para destruir físicamente al enemigo y también podía referirse a una acción dirigida contra la “moral” del adversario para quebrar su voluntad de combate. El reglamento RC-8-2. Operaciones contra fuerzas irregulares (Guerra revolucionaria), tomo III de 1968, señalaba que el Ejército debía “aniquilar las fuerzas armadas revolucionarias”. Asimismo, el reglamento RV-136-1. Terminología castrense de uso en las fuerzas terrestres, de ese mismo año, definía el “aniquilamiento como el “efecto de destrucción física y/o moral que se busca sobre el enemigo, generalmente por medio de acciones de combate”. Era una mezcla entre la reinterpretación alemana de principios del siglo XX y el sentido político más cercano a Clausewitz. Para mediados de los setenta, se empezaría a privilegiar claramente una de estas dos opciones.

Entre fines de octubre y principios de noviembre de 1973, la Escuela Superior de Guerra dictó en la provincia de Santa Fe un curso de comando sobre contrainsurgencia para oficiales. Simbólicamente, el entrenamiento se denominó “Coronel Duarte Ardoy”, en homenaje al teniente coronel ascendido post mortem luego del ataque al Comando de Sanidad del Ejército llevado adelante por el ERP el 6 de septiembre de 1973.

De acuerdo con el curso, las operaciones de combate se centrarían en el “aniquilamiento” del enemigo. En el “juego de guerra antisubversiva” se manifestaba explícitamente que la “represión militar” tendría por objetivo “en caso que las FFSS [fuerzas de seguridad] y Policiales hayan sido sobrepasadas, el aniquilamiento del enemigo mediante el empleo de los efectivos militares”. Se aclaraba que, mediante una “acción violenta y agresiva” ejecutada contra los militantes armados, los soldados procederían al “aniquilamiento total de sus efectivos”. Como puede verse, se hacía referencia a un uso sistemático de la violencia para matar, no para eliminar sus acciones.

En 1975 se produjo una actualización de la doctrina, aprobándose en agosto el reglamento RC-9-1. Operaciones contra elementos subversivos. La normativa integraba saberes contrainsurgentes de años previos y tenía por objetivo “establecer nuevas orientaciones y bases doctrinarias sobre la participación de la Fuerza en la lucha contra la subversión”. Esta normativa sistematizaría una parte fundamental de los saberes del Ejército en la materia, coincidiendo con la coyuntura en que aumentaba la participación castrense en el orden interno.

La doctrina colocaba al “aniquilamiento de la subversión” como un objetivo central de la “guerra contrarrevolucionaria”, en concordancia con lo establecido por los decretos de febrero y octubre de 1975. La normativa RC-9-1 establecía que las operaciones se orientarían a: “A) Detectar y eliminar la infraestructura de apoyo. B) Aislar los elementos subversivos impidiendo o restringiendo al máximo su vinculación exterior. C) Desgastar y eliminar los elementos activos (mediante acciones de hostigamiento, que podrán llegar al aniquilamiento cuando consigan fijarlos)”. Una vez más, comprobamos que se ha dejado de hacer referencia a las acciones y sólo se habla de operaciones que concluyen en la muerte.

El exterminio de los “enemigos subversivos” se presentaba como una tarea fundamental. La táctica del cerco –es decir, del encierro de las fuerzas del adversario– hacía referencia, según el reglamento, a la necesidad de “impedir, en una zona determinada en los 360° toda posibilidad de movimiento o comunicación con y al exterior de los elementos subversivos que se encontraren operando en ella, para posteriormente, a través de una acción ofensiva, lograr su aniquilamiento”. Se concluía la explicación señalando que, “las Fuerzas Legales mediante el fuego y la maniobra comenzarán su estrechamiento, aniquilando a los elementos cercados por medio de un rastrillaje metódico y minucioso”. Para un militar de los años setenta, entonces, el concepto de “aniquilamiento” definía toda acción violenta orientada a producir la muerte del adversario.

“GUERRA CONTRA LA SUBVERSIÓN” Y EXTERMINIO

El terrorismo de Estado surgió de la intersección entre procesos de mediano y largo plazo con otros de la coyuntura. En relación con los primeros, desde 1955 podemos incluir los desarrollos doctrinarios para la guerra interna del Ejército; el marco jurídico de excepción construido a través de los años por los diferentes gobiernos, constitucionales y de facto; los imaginarios sobre el enemigo que lo deshumanizaron; las estructuras organizativas y el entrenamiento militar y, finalmente, la práctica represiva de estos años así como algunas matanzas y asesinatos individuales como, por ejemplo, la Masacre de Trelew en 1972 o las desapariciones ocurridas durante la Revolución Argentina (1966-1973).

Sobre el corto plazo, entre 1973 y 1976 existía un diagnóstico castrense (compartido por un número importante de civiles, dirigentes políticos y suscripto por los militantes armados) que caracterizaba el conflicto político en Argentina como una guerra interna. En ese escenario, intervinieron distintos hechos y actores: uno de ellos fue la formación y actuación de organizaciones paraestatales como la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A) o el Comando Libertadores de América, que reprimieron y asesinaron clandestinamente desde el Estado antes de que los militares tomaran el control. También debemos considerar el efecto que tuvieron en las filas de los hombres de armas los asesinatos de sus camaradas y familiares a manos de la guerrilla, enlazando una dimensión emocional al aspecto estrictamente técnico-profesional de la labor represiva. A esto debemos agregar los usos y las apropiaciones que los miembros de las Fuerzas Armadas hicieron de los conceptos de las doctrinas antisubversivas francesa y estadounidense, que habían incorporado en las décadas anteriores.

Las fuentes muestran que para mediados de los setenta el concepto de “aniquilamiento” hacía referencia al exterminio físico del adversario, sin lugar a dudas o sobreinterpretaciones. Pero atención: en ningún lugar se hablaba de que ello se realizara a través de métodos clandestinos y en el marco de un sistema que articulaba lo legal con lo ilegal, es decir, el terrorismo de Estado y la masacre. En razón de la evidencia histórica, la posición mantenida por las defensas de los jerarcas militares juzgados en el juicio a las Juntas Militares que reseñamos al comienzo se encontraba más cerca del significado que el término tenía diez años atrás: aniquilar es matar (parece una obviedad, pero no lo era ni lo es).

Ni los decretos del gobierno ni las normativas militares se traducían automáticamente en un llamado a la creación de un sistema de represión y exterminio clandestino que estaba en el corazón del terrorismo de Estado: todo ello corresponde pura y exclusivamente a las Fuerzas Armadas

En los prolegómenos del golpe militar de 1976, la seguridad interna se hallaba completamente integrada a la esfera de la defensa nacional. La lógica del estado de excepción, presente en diferentes momentos entre 1955 y 1976, creó una situación compleja respecto del marco constitucional. La incorporación de las Fuerzas Armadas a la represión se realizó mediante una legislación atravesada por el imaginario de la “guerra contrainsurgente”. Esto permitía suspender una parte de las garantías constitucionales y avalar la implementación de una serie de prácticas bélicas como el “aniquilamiento”.

Los militares no tienen exculpación alguna. Que los perpetradores digan la verdad sobre ciertos aspectos, no implica la “totalidad de la verdad”. Ya ha resultado evidente la mentira abierta, especialmente en el caso de las declaraciones en procesos judiciales. Nuestro planteo confirma la naturaleza criminal de sus actos. Ni los decretos del gobierno ni las normativas militares se traducían automáticamente en un llamado a la creación de un sistema de represión y exterminio clandestino que estaba en el corazón del terrorismo de Estado: todo ello corresponde pura y exclusivamente a las Fuerzas Armadas.

Como señala la historiadora Marina Franco, la contribución de los gobiernos peronistas de la década del setenta a la militarización del orden interno no puede soslayarse. La legitimidad discursiva y legal que convirtió a las Fuerzas Armadas en las encargadas de hacer frente a las organizaciones político-militares fue central:  las transformó en garantes de la seguridad y referentes de la defensa del Estado ante la llamada “amenaza subversiva”. Por lo tanto, los dirigentes políticos fueron protagonistas de la creciente imposición de medidas de excepción durante los últimos años democráticos de la década del setenta, antes del inicio de la última dictadura militar.

Esteban Pontoriero

Esteban Pontoriero

Doctor en Historia por el Instituto de Altos Estudios Sociales (IDAES) de la Universidad Nacionalde San Martín (UNSAM). Investigador asistente en CONICET.