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El paraíso en la tierra

por | Sep 25, 2020 | Cultura

Las producciones de series en la era de las plataformas han escogido el futuro como tema predilecto, pero uno más cercano a la distopía. La incertidumbre que nos embarga llegó también a la ficción.

«Ser inmortal es baladí;  menos el hombre, todas las criaturas lo son,  pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible es saberse inmortal»

J.L.Borges

Como si no bastara con asistir en vivo y en directo a un futuro[i] incierto y aterrador, Hollywood invita una y otra vez a imaginar el fin de los días. Más allá de los mundos tribales y en conflicto permanente de Mad Max o de esa sociedad oscura llena de chatarra de Blade Runner, la última década evidencia una apuesta por una narrativa distópica que bien se asemeja a nuestra vida cotidiana. Ahora bien, si levantamos la vista de la pantalla, quizás veamos que el mundo en que vivimos poco tiene de fantasía y mucho de distopía. Pero no todo es caos y destrucción, también el paraíso puede emerger en este escenario, un paraíso terrenal que ofrece una vida más allá de la carne; paraíso simulado, hecho de bits y algoritmos; un reino customizado, como Second Life pero en 4K.

MÁS ALLÁ DE LA CARNE

Alejandro Galliano, en su libro ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no?, Breve manual de las ideas de izquierda para pensar el futuro, describe dos corrientes de pensamiento estrechamente vinculadas. Por un lado habla del transhumanismo o simplemente H+ y cuenta cómo este movimiento propone la emancipación de la naturaleza a través de la tecnología. En este sentido escribe: “Hay quienes están dispuestos a sacrificar su condición humana con tal de no morir, ni sufrir, ni fallar; personas convencidas de que el cuerpo y la mente pueden mejorarse gracias a la tecnología hasta dejar atrás su naturaleza”. El objetivo de máxima del transhumanismo parece ser la inmortalidad. El vínculo entre transhumanismo y poshumanismo se forja en el momento donde el cuerpo ya no es un límite para seguir viviendo. En este mismo libro Galliano cuenta que en la actualidad existen grupos de neurocientíficos que trabajan sobre la premisa de entender la actividad cerebral como un software. Esto quiere decir que, de ser posible escanear el cerebro y replicar su arquitectura, este mismo podría reproducirse en cualquier plataforma.

San Junípero es quizás el capítulo más feliz de la saga Black Mirror, pero no lo es solo por el final que bien podría cerrar con un fundido a negro en forma de corazón, sino por el espacio promisorio que funda: la vida después de la muerte. Se puede inferir que la construcción de ese episodio es una obra de arte algorítmica que mezcla la corrección política que dicta la época; retazos de una añorada década del ochenta –nostalgia llevada al extremo por Stranger Things y por Netflix–; y porque arroja una promesa sobre una vida que puede ser mejor que la ya vivida. La promesa del poshumanismo.

San Junípero es: felicidad on demand. Pero, ¿qué tan felices podemos ser donde sólo podemos ser felices? Acaso la felicidad es un juguete irrompible.

Es el año 1987 y San Junípero es un pequeño lugar turístico ubicado cerca  de alguna playa de la costa oeste de los Estados Unidos. Un sábado por la noche, en un bar donde se puede bailar o jugar flippers, Kelly se cruza con Yorkie y allí comienza la aventura. Pero, ¿qué es San Junípero? Como se verá a medida que avanza el episodio, San Junípero es un lugar donde no se puede morir, donde no tienen espacio el sufrimiento o el dolor (salvo que eso dé placer), incluso se puede elegir en qué década vivir. San Junípero vende una vívida terapia de nostalgia; un paraíso a elección como tránsito de los últimos días y, porque no, el salto a una eternidad mediada por algoritmos. San Junípero es: felicidad on demand. Pero, ¿qué tan felices podemos ser donde sólo podemos ser felices? Acaso la felicidad es un juguete irrompible.

(Este párrafo contiene spoilers) Devs, la serie recientemente estrenada por Hulu, fue escrita y dirigida por Alex Garland (Ex-machina), y plantea un escenario similar. Forest es CEO y fundador de Amaya, una empresa líder en computación cuántica de Silicon Valley. Desde que enviudó, se volvió taciturno y solitario. Mientras que Amaya factura billones, este pope de Silicon Valley tiene un solo proyecto: utilizar una supercomputadora cuántica para recrear el mundo entero. Esta simulación global, reconstruida a partir de millones de datos (en este caso da lo mismo zetta, exa o yotta) permite, entre otras cosas, ver el pasado y también el futuro. En medio de todo un paquete de galimatías sobre el multiverso, programación y teoría de cuerdas, la historia avanza a partir de la desaparición de un programador, el involucramiento de espías rusos y la normalización de un estado de connivencia entre las fuerzas militares, la inteligencia estatal y estas empresas del Valle.

El mundo simulado por la supercomputadora no es el mundo de Forest, sino que es uno de los muchos mundos posibles, no casualmente, uno donde su mujer y su hija no murieron. El deseo de Forest, entonces, es almacenar su memoria, replicar su personalidad y vivir –algoritmo mediante– en la simulación que más le apetece (volver con su familia). En este punto, la emulación de su cerebro y la inserción en el mundo simulado se presenta como un producto diseñado a medida, casi como un signo de esta última década. El paraíso puede ser construido y, como se verá en todos y cada uno de los episodios, la vida eterna está aquí, en la tierra.

LOS JUGUETES DE ALAN TURING[ii]

Kitt (El auto fantástico) y Jarvis (Iron Man) son los arquetipos de la Inteligencia Artificial (I.A) en el cine de aventuras puesta al servicio de los hombres. Si bien son la representación más caricaturesca es interesante rescatar su carácter etéreo, omnipresente y oportuno, donde resuenan como una voz racional que serena las pasiones humanas. Tanto Kitt como Jarvis demostraron su eficiencia resolviendo, en cuestión de segundos, cientos de desafíos con la precisión de un reloj suizo. Por su parte, los anfitriones de Westworld, esos androides que protagonizan la serie de HBO basada en el libro de Michael Crichton, se presentan como el producto más avanzado de I.A.

Westworld es un parque de diversiones temático que recrea –entre otros mundos– el lejano oeste. En este parque, los visitantes (a quienes se nombra como huéspedes) pueden interactuar con cientos de anfitriones que fueron diseñados para mimetizarse con los hombres El valor de esta interacción está dado en la similitud con los humanos y explota una veta sádica: en pocas palabras, se puede torturar, vejar y maltratar sin culpa, pero no sin goce, a esos anfitriones[iii]. El conflicto que motoriza la ficción es una serie de indicios que muestra cómo estos anfitriones lentamente van generando una autoconciencia, desarrollando una memoria y, en consecuencia, abriendo las puertas a la revolución.

¿Cómo envejecemos intelectualmente en esos cuerpos eternos? ¿Cómo lidiamos con la eternidad cuando el tiempo deja de ser un factor? Si nuestros recuerdos (y nuestra vida almacenada) están orquestados por un algoritmo que pretende funcionar como nuestro cerebro, ¿qué hacemos con la autoconciencia?

Más allá de Jarvis, Kitt y los berretines de los androides, el problema que me  interesa aparece en una subtrama que no está muy explorada. A medida que avanza la serie descubrimos que Westworld no es sólo un parque de diversiones para que los violentos descarguen sus perversiones, sino que, debajo de varias capas, otros proyectos se están pergeñando. Uno de ellos reside en la posibilidad de transferir la propia «conciencia», por ahora vamos a llamarla así, a esos estuches formidables de los anfitriones. En esta serie, el paraíso terrenal toma la forma (y el cuerpo) y la extensión de los anfitriones. Una inmortalidad corpórea, una juventud eterna.

La imposibilidad se manifiesta rápidamente y una duda cuasi filosófica aflora[iv]: ¿Cómo envejecemos intelectualmente en esos cuerpos eternos? ¿Cómo lidiamos con la eternidad cuando el tiempo deja de ser un factor? Si nuestros recuerdos (y nuestra vida almacenada) están orquestados por un algoritmo que pretende funcionar como nuestro cerebro, ¿qué hacemos con la autoconciencia? ¿Tendremos permisos de administrador para cambiar algunas reglas? ¿Cómo administramos la memoria? ¿Cómo enriquecemos afectivamente nuestros recuerdos? ¿Cómo lidiamos con los traumas?

ASÍ EN LA TIERRA COMO EN EL ALGORITMO

La megalomanía de Silicon Valley anuncia que llegó para cambiar el mundo, para volverlo mejor o sencillamente, inventar uno nuevo. Un mundo emulado por un algoritmo y soportado por una supercomputadora; un planeta habitado por espectros hechos de bits y configurado por los recuerdos de una vida mejor; una burbuja hecha a imagen y semejanza; una juventud eterna y sintética y, por supuesto, un dios hecho de líneas de código.

En este sentido Years and years presenta una interesante progresión entre transhumanismo y poshumanismo. Por un lado, juguetear con la hibridación entre humanos y tecnología es algo que es puesto en el cuerpo de los jóvenes, ávidos de nuevas experiencias y sin dimensión de las consecuencias negativas de dichos experimentos. Por el otro, y en forma mucho más solemne, es la tarea de los adultos almacenar su propia memoria para convertirla en un reservorio histórico de la humanidad.

Una vida eterna que no es más que una simulación ad eternum, un loop de grandes éxitos alimentado por un corifeo monocorde, una orquesta que toca una y otra vez la misma canción.

La selección caprichosa de estos episodios pretendió indagar en cómo se construye ese paraíso en la tierra. Una vida eterna que no es más que una simulación ad eternum, un loop de grandes éxitos alimentado por un corifeo monocorde, una orquesta que toca una y otra vez la misma canción. Una saga interminable que pende de un hilo invisible: sobre el final de Devs, una vez que Forest ya está inmerso en su nuevo mundo, su asistente –todavía con los pies en la Tierra– negocia con la CIA la continuidad del proyecto, la potencialidad y sus beneficios y ruega enfáticamente que no interrumpan su funcionamiento, es decir, pide que no le corten la luz.


[i]En este texto se usa el sintagma futuro en un sentido clásico y tripartito: “como proyección, como materialidad por venir y como un presente por llegar”. Esta definición fue tomada del libro de Ezequiel Gatto Futuridades. Ensayos sobre política postutópica y es una pequeñísima parte de un trabajo más complejo donde se indaga y se problematiza la idea misma de futuro y se la articula con la tríada futurabilidad, futurización y futuridad.

[ii] González, Rodrigo. (2007). El test de Turing: dos mitos, un dogma. Revista de filosofía, 63, 37-53 https://dx.doi.org/10.4067/S0718-43602007000100003

[iii] Sobre este dilema moral que emerge entre vejadores y vejados hay un artículo muy interesante de Mark Fisher titulado «Simpatía por los androides. La retorcida moralidad de Westworld»,  publicado en la compilación K-punk (Volumen 1) editado por Caja Negra.

[iv] Franco Berardi, en su libro Fenomenología del Fin, escribe: “desde un punto de vista existencial, este proyecto no resulta tan atractivo: tan solo imaginemos la infinita tristeza de esas mentes decrépitas contenidas en cuerpos ágiles y de apariencia joven”.

Mariano Vazquez

Mariano Vazquez

Doctor en comunicación por la Facultad de Periodismo y Comunicación de la Universidad Nacional de La Plata. Docente universitario ad honorem en el taller de Tecnologías de la Comunicación.