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¿Futuros pasados? Economía y política en tiempos de crisis

por | Ago 3, 2020 | Mundo

Las crisis en la historia han alumbrado profundas transformaciones tanto políticas como económicas, el siglo XX ha visto algunas de ellas. La actual crisis desatada por la pandemia del COVID-19 promete cambios que, quizá, podamos leer mejor husmeando en nuestro pasado.

A lo largo del siglo XX, los dos principales cambios de paradigma económico se relacionaron con el impacto de grandes crisis sociales y políticas que generaron profundos descalabros en el capitalismo mundial.  El llamado paradigma keynesiano fue un emergente de la gran depresión de los años treinta, la segunda guerra mundial y el fantasma del comunismo.  A partir de los años setenta, la progresiva expansión de las ideas neoliberales fue igualmente el resultado de una serie de crisis interrelacionadas: el estancamiento de los Estados de Bienestar, la llamada «crisis del petróleo» y, en términos ideológicos y geopolíticos, el progresivo debilitamiento del comunismo y finalmente el colapso de la URSS.  ¿Qué pasa en nuestros días con el COVID-19? ¿Se trata de una crisis comparable a esas anteriores que dieron paso a nuevas coordenadas en materia económica? ¿Estamos frente a una coyuntura capaz de generar nuevas orientaciones por fuera, o por dentro, de la matriz neoliberal? ¿Cómo se dieron los cambios de paradigma a lo largo del siglo XX?

EL ASCENSO KEYNESIANO

El abanico de críticas al liberalismo económico se extendió en las décadas finales del siglo XIX y alimentó una serie de corrientes reformistas que se fortalecieron en paralelo con las tendencias revolucionarias. La socialdemocracia se expandió en Alemania y, en Inglaterra, el llamado «nuevo liberalismo» reconoció que el libre mercado no funcionaba como preveía la economía clásica. En Francia el «solidarismo» defendió formas moderadas de intervención estatal así como mayores regulaciones, y los católicos sociales en Alemania, Italia y Bélgica se movieron en la misma dirección, al igual que el llamado movimiento por el «Evangelio Social», al interior del protestantismo norteamericano. De igual manera, en América Latina, sobre todo en países como Argentina, Uruguay y Chile, surgieron vertientes  reformistas que alentaron cambios políticos y económicos.

Si bien no existía un consenso amplio sobre cuáles debían ser, en concreto, las políticas económicas a desarrollar, las diferentes escuelas y vertientes compartían un diagnóstico crítico sobre el liberalismo económico y las consecuencias sociales del capitalismo y aceptaban, aunque con matices, un cierto intervencionismo estatal orientado a amortiguar las oscilaciones de los mercados y la rápida concentración de la riqueza y el capital. Por supuesto, los niveles crecientes de conflictividad y el temor al anarquismo, el comunismo e identidades revolucionarias propias de aquellas décadas como el anarcocomunismo, fueron fundamentales para el desarrollo de las vías reformistas y para su lenta pero progresiva difusión. Con la revolución rusa, el temor en las clases dominantes creció exponencialmente y en algunos casos cundió el pánico, como dejó en claro la escalada represiva de finales de la década de 1910 y comienzos de la de 1920 en diferentes países del mundo, desde Argentina a Italia, pasando por Alemania o Chile.  Sin embargo, aún en ese contexto, el liberalismo económico siguió siendo el paradigma dominante.

Una década después, la crisis de 1929 y la consecuente gran depresión supusieron un desafío más profundo para sus dogmas. En Estados Unidos la caída de la actividad fue muy acentuada, al igual que en algunos países latinoamericanos como Chile y Cuba. En ese marco, las ideas reformistas desarrolladas en las décadas anteriores comenzaron a ganar mayor predicamento. En Estados Unidos se puso en marcha el llamado New Deal, encabezado por el presidente Roosevelt, y en Inglaterra se difundieron las ideas del economista John Maynard Keynes. No fueron los únicos casos. En Colombia, por ejemplo, se aplicaron políticas contracíclicas basadas en el aumento del gasto público y en Brasil y Argentina se crearon, entre otros instrumentos de política económica, las juntas reguladoras de la producción. Florecieron también los tipos de cambio múltiples y se ensayaron reformas tributarias que apuntaban tanto a dinamizar el consumo y la demanda interna como a morigerar las desigualdades sociales. Con la segunda guerra mundial el cambio se consolidó. Frente a la destrucción y el caos –y con una URSS en plena expansión en el Este de Europa–,  las ideas intervencionistas se afirmaron en muchos países como un nuevo paradigma económico. Surgieron así los llamados Estados de Bienestar y se iniciaron los años dorados del capitalismo, sostenidos en altas tasas de crecimiento e inversión y, al mismo tiempo, en mayores niveles de integración social e igualdad económica. Una fórmula que se mostró enormemente exitosa tanto para reconstruir Europa como para frenar el avance comunista. 

Surgieron así los llamados Estados de Bienestar y se iniciaron los años dorados del capitalismo, sostenidos en altas tasas de crecimiento e inversión y, al mismo tiempo, en mayores niveles de integración social e igualdad económica. Una fórmula que se mostró enormemente exitosa tanto para reconstruir Europa como para frenar el avance comunista. 

EL SURGIMIENTO DEL NEOLIBERALISMO

La respuesta del liberalismo económico a este giro intervencionista no tardó en llegar. A finales de los años treinta y tempranos cuarenta, las corrientes neoliberales habían desarrollado ya sus principales argumentos. Por un lado, consideraban que el keynesianismo violaba leyes cuasi naturales de la economía y por tanto conducía al estatismo: un tipo de economía planificada ineficiente y condenada al fracaso. Cuestionaban también sus pretensiones éticas, puesto que, afirmaban, la economía nada tenía que ver con la «justicia social». Varios de ellos, como Friedrich Hayek postulaban además que cualquier forma de intervencionismo estatal llevaba tarde o temprano al fascismo y a formas totalitarias de gobierno. Dicho de otra manera, la libertad económica (entendida como la aceptación de la empresa capitalista y la desregulación total de los mercados) era una condición necesaria para la existencia de la libertad política.

Aunque por esos años Hayek hablaba mucho de los fascismos y el comunismo, su principal enemigo era en realidad la intervención económica de matriz keynesiana que se había generalizado en Europa occidental con buenos resultados.  Nada de lo predicho por Hayek ocurría. Generaciones enteras salieron de la pobreza en unos pocos años y las clases trabajadoras de los países centrales vieron substancialmente mejorada su situación en un marco de fortalecimiento de las instituciones democráticas. Se disparó el consumo, el crecimiento industrial y el desarrollo científico y tecnológico.  También algunos países de América Latina vivieron procesos similares, basados en una fuerte redistribución, como Argentina durante el peronismo o Uruguay de la mano de las experiencias neobatllistas. Por entonces,  Hayek parecía perseguir una quimera desmentida una y otra vez por la realidad.  En esos momentos, ni sus seguidores más entusiastas hubieran podido imaginar que cuarenta años después recibiría de manos del presidente de Estados Unidos, George Bush, una distinción por su labor intelectual, con un neoliberalismo en plena expansión a escala global y con el telón de fondo de la caída de la URSS.

EL FIN DE LOS AÑOS DORADOS Y EL CAMBIO DE PARADIGMA

La hora de los neoliberales, no obstante, llegó bastante antes de la desintegración de la URSS, de la mano de una concatenación de crisis y cambios de diferente tenor que se yuxtapusieron en los años setenta y ochenta.  Las tasas de crecimiento de muchos de los Estados de Bienestar comenzaron a disminuir por diferentes razones, entre ellas la llamada «crisis del petróleo». La puja distributiva entre sindicatos y empresarios se profundizó. Los conflictos se reflejaron entre otras cosas en un alza de la inflación y en fenómenos nuevos como la estanflación (estancamiento con inflación elevada) que escapaban a lo previsto por el paradigma keynesiano.

De ninguna manera dichas tensiones daban cuenta del agotamiento de los Estados de Bienestar  –como rápidamente se apresuraron a afirmar los neoliberales–, pero sí reflejaban cambios geopolíticos e ideológicos de fondo así como transformaciones estructurales del capitalismo que horadaban las bases del consenso keynesiano. Por un lado, la deslocalización de la producción y el crecimiento de las economías asiáticas debilitó a la clase obrera de los países industrializados. Por otro, en términos geopolíticos, el  comunismo, como amenaza, se diluyó aceleradamente. Tras unos años sesenta de auge económico e importantes logros tecnológicos y simbólicos, la URSS comenzó a dejar al descubierto dificultades crecientes en su economía planificada. Más importante aún, en los países capitalistas de Europa occidental, el comunismo se debilitó también como horizonte utópico y como modelo alternativo de organización de la sociedad. En parte porque, a esta altura, estaba claro que el nivel de vida alcanzado por los trabajadores en los principales Estados de Bienestar era superior al de la clase obrera de la Unión Soviética. Además, porque la intervención militar de 1968 en Praga generó un amplio desencanto. Muy superior al que había causado la intervención en Hungría una década antes.

En este marco, la profundización de la puja distributiva al interior de los Estado de Bienestar se desenvolvió por primera vez desde los años treinta en el marco de un debilitamiento evidente de la «amenaza» comunista. Como consecuencia, la posición de las clases dominantes se endureció, cada vez menos convencidas de la necesidad de un capitalismo reformado. A esto se sumó la debilidad fiscal de algunos Estados, vinculada en parte a los cambios estructurales atravesados por el capitalismo mundial, como por ejemplo, la multiplicación de los paraísos fiscales tras los procesos de descolonización y el aumento de la economía off shore. En este contexto, finalmente, los neoliberales vieron llegada su hora. El colapso de la URSS entre 1989 y 1991 aceleró de manera formidable el proceso. La desregulación comercial y financiera se profundizó. Los niveles de desigualdad crecieron enormemente y las clases trabajadoras de Europa, Estados Unidos y América Latina se empobrecen de manera sistemática (con algunas pocas excepciones). La economía off shore se expandió sin pausa y la crisis fiscal de los Estados de Bienestar aceleró la venta de activos estatales y el desmantelamiento de las prestaciones sociales. También en materia tributaria se abandonó el camino de moderada progresividad iniciado en los años treinta y se proclamó la «teoría del derrame». El capitalismo recuperó finalmente, tras un largo paréntesis, los colmillos que el paradigma keynesiano había logrado limar cuarenta atrás.

Un conjunto de circunstancias que permiten mirar la crisis actual en el espejo de esas otras que a lo largo del siglo XX anticiparon cambios significativos en materia económica. Por supuesto, esos cambios pueden no ser los deseados.

¿VOLVER AL PASADO?

En los últimos meses se han escuchado declaraciones inimaginables un año atrás. Emmanuel Macron y Ángela Merkel han coincidido en la necesidad de fortalecer el Estado y aumentar el presupuesto en salud pública e investigación científica. Han apoyado incluso la posible nacionalización de empresas estratégicas en dificultades. Boris Johnson en Inglaterra recordó  recientemente a Roosevelt y defendió la necesidad de que los sectores más ricos de la sociedad aporten a la reconstrucción de la economía. ¿Mera retórica? ¿Manotazo de ahogado ante la gravedad de la crisis? Puede ser, pero lo cierto es que ninguna de esas declaraciones hubiera sido posible antes de la pandemia, cuyo impacto, además, conviene recordarlo, se produce cuando todavía se sienten los coletazos de la crisis financiera del 2008 y en un momento en que el archipiélago de movimientos sociales y políticos contrahegemónicos cuenta con ramificaciones más sólidas en América Latina, Europa y Estados Unidos.

Un conjunto de circunstancias que permiten mirar la crisis actual en el espejo de esas otras que a lo largo del siglo XX anticiparon cambios significativos en materia económica. Por supuesto, esos cambios pueden no ser los deseados. No está claro todavía cómo evolucionarán algunas de las nuevas criaturas de la derecha, surgidas de la cruza entre neoliberalismo individualista y nacionalismo autoritario. Ni en qué medida la pandemia acelerará las tendencias globales a la flexibilización laboral de la mano del teletrabajo y las nuevas tecnologías de control, cada vez más capilarizadas y omnipresentes. En todo caso, lo que parece claro es que, para bien o para mal, el futuro se ha vuelto más incierto y menos predecible. También más maleable que antes de la crisis. En este marco de incertidumbres, mientras andamos a tientas, mirar al pasado puede ayudarnos a inventar el futuro.

Diego Mauro

Diego Mauro

Doctor en Humanidades y Artes. Se desempeña como investigador del CONICET y como docente y coordinador del Doctorado en Historia en la Universidad Nacional de Rosario. Ccoordinó junto a Natacha Bacolla y Alejandro Eujanián la colección Dimensiones de reformismo universitario para HyA Ediciones.