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Todos los derechos cuestan (también los de propiedad)

por | Ene 9, 2020 | Opinión

Los derechos negativos, que protegen a los ciudadanos de la interferencia del Estado y de terceros, y los positivos, que garantizan el acceso a ciertos bienes y servicios, son dos caras de la misma moneda. Los derechos, incluso los negativos, requieren un Estado que recaude impuestos y vele por su aplicación efectiva.

Los derechos, por suerte, son muchos y variados. Y a cada uno de ellos lo acompaña una obligación correlativa. ¿Cómo se concreta un derecho de propiedad? ¿Y la libertad de expresarse? ¿Y el de acceder a una vivienda digna? En la teoría constitucional se suele utilizar una clasificación de los derechos según el tipo de obligación que recaiga en cabeza del Estado para hacerlos efectivos. Así, los llamados derechos negativos tendrían como correlato una obligación estatal de no-hacer, es decir, de abstención, mientras los positivos tendrían como correlato una obligación estatal de hacer. De modo que el criterio clasificatorio no incluye valoraciones sino que es meramente descriptivo de una postura estatal.

Son derechos negativos los clásicos derechos de propiedad y las libertades de expresarse, circular y contratar, entre otros, porque implican una atadura de manos al Estado: este no debe interferir ni dar nada, sino simplemente no molestar. Y lo mismo vale con respecto a otros ciudadanos: estos derechos construyen un escudo protector alrededor de su titular, que impide que pasen otras personas a perturbarlos. Los derechos aparecen como “muros” que protegen un reino privado.

Por otro lado, son derechos positivos el de tener una vivienda digna; gozar de una alimentación sana y acceder a la salud y la educación de forma gratuita, entre otros, porque implican un “hacer activo” del Estado: este no debe permanecer pasivo y sin molestar sino, por el contrario, movilizarse para garantizar estos bienes y servicios. Los derechos aparecen como “puentes” que invitan al Estado a pasar y exigen reasignar los fondos públicos recaudados.

Una de las connotaciones de esta clasificación es que hay derechos “costosos”, porque necesitan de erogaciones estatales para concretarse (los derechos sociales), y otros que no le reportan gasto alguno al Estado porque su concreción se alcanza simplemente evitando interferir en la esfera privada de los ciudadanos (el derecho de propiedad y las libertades negativas). Esta clasificación tiene sus virtudes didácticas y sirve también para comprender las tradiciones políticas (el liberalismo suele hacer énfasis en los derechos de propiedad y las libertades negativas mientras la socialdemocracia hace lo propio con los derechos sociales), pero desde hace un tiempo viene sufriendo embates de teóricos que irrumpen en el debate público para decir que la cuestión es un poco más compleja.

A fines de los años ‘90, Stephen Holmes y Cass Sunstein, profesores de Derecho en la Universidad de Harvard, escribieron El costo de los derechos, editado en 2015 por Siglo Veintiuno para su circulación en Argentina. ¿Por qué la libertad depende de los impuestos? Porque solo puede existir un derecho si hay una estructura detrás tendiente a garantizar su satisfacción, dicen Holmes y Sunstein. Y esa estructura se financia con impuestos. Un buen modo de corroborar esta premisa es preguntarse, primero, por las distintas formas en que puede verse afectado un derecho, y luego, por las formas que se requieren para prevenir esa perturbación o para repararla si ya ha sucedido.

Todos los derechos, en menor o mayor medida, cuestan dinero. Por eso todos, en menor o mayor medida también, necesitamos al Estado.

Tomemos el derecho de propiedad. Pensemos: ¿qué acciones pueden afectarlo? Hurtos, robos, intromisiones indebidas en los hogares: cualquiera de estas acciones que llevan adelante otras personas son perturban la tranquilidad en el dominio de nuestras cosas, y cualquiera de estos casos va a exigir una acción estatal para prevenirlo o repararlo. Para evitar estas situaciones, el Estado despliega un importante aparato policial a los fines de controlar que nadie le quite a otro lo que es suyo. Y en caso de que suceda, desplegará un importante aparato judicial a los fines de investigar los hechos, sancionar a los culpables y dejar indemne a quien sufrió estos delitos.

Uno podría decir que mientras no ingresen en mi hogar ni me roben mi auto los derechos permanecen satisfechos sin intervención estatal alguna. Pero para que ello suceda, siempre que le reconozcamos al menos algún grado de eficacia a la función disuasiva del derecho penal, es necesario que cualquier ciudadano que tenga en mente llevar adelante esos delitos sepa que hay un Estado capaz de investigar los hechos, atraparlo y aplicarle una sanción. Y esa maquinaria de carácter permanente cuesta dinero.

No obstante, en muchas ocasiones las críticas al Estado se focalizan en su actividad expropiante (cuando este le quita la propiedad a una persona para destinarlo a una utilidad pública y a cambio le paga una indemnización) o confiscadora (cuando los impuestos absorben una parte muy grande de la ganancia o el patrimonio). Sin embargo, aún en esos casos se requiere la intervención estatal, dado que el ciudadano afectado recurrirá al Poder Judicial para cuestionar lo hecho por el Poder Ejecutivo o Legislativo. Aunque suene paradójico, en esos casos el derecho de propiedad se hace valer contra el Estado y al mismo tiempo se recurre a él para poder hacerlo efectivo. La división funcional del Estado presupone esta posibilidad de levantar un muro contra el accionar de una de sus ramas y al mismo tiempo tender un puente con otra de ellas. Y esto vale para cualquier otro derecho y cualquier otra situación en la que aparece perturbando derechos de particulares: es contra él y con él al mismo tiempo.

Lo mismo sucede si el Poder Ejecutivo, a través de las fuerzas policiales, censura una expresión o aprehende ciudadanos indebidamente por la calle: siempre se recurrirá al órgano judicial para exigir que se haga cesar esa situación y se restablezca el pleno goce de los derechos afectados. Del mismo modo, si algún ciudadano interfiere en la libertad de expresión de otro, o lo intercepta caminando por la calle, o incumple un contrato celebrado entre ellos, se deberá recurrir al Estado para hacer que esa situación cese y se reparen los daños. Esas libertades significan poco si se las toma meramente como inmunidades contra la intervención estatal, sin considerar el aparato burocrático que debe concretarlas en la práctica.

Sintetizando, todas estas libertades pueden verse afectadas tanto por el accionar de un ciudadano cualquiera como del Estado, pero aun en este último caso deberemos recurrir a él para solucionar esa situación. Y aun si ese conflicto no sobreviene, ello se debe en última instancia a que existe un aparato estatal que cumple una función disuasiva al mostrar que intervendrá en caso de que el conflicto aparezca. En palabras de Holmes y Sunstein: “La protección contra el gobierno es impensable sin la protección del gobierno”.

TODOS LOS DERECHOS SON POSITIVOS (Y TAMBIÉN NEGATIVOS)

Pensemos ejemplos y las respuestas siempre terminarán en el mismo lugar: los derechos, para ser efectivos, requieren un respaldo, y ese respaldo lo garantiza el Estado. Con su estructura y con sus servicios. Sea a través de un accionar efectivo (un policía que interviene en un delito que se está perpetrando en ese mismo momento) o potencial (cuando alguien se abstiene de cometer un delito por temor a ser atrapado y sancionado, o cuando cumple un contrato porque sabe que de lo contrario se lo intimará a cumplir o se le ejecutarán bienes), los derechos requieren de una estructura respaldatoria capaz de ejercer el poder coactivo. “Todos los derechos son positivos”, dicen los autores. Todos requieren, en última instancia, una intervención estatal.

No es la intención discutir con un minúsculo grupo de anarcocapitalistas, ni armar un hombre de paja con el cual pelearse. Sabemos que aún los más acérrimos enemigos del Estado le reconocen una función en lo relativo a seguridad, defensa exterior y administración de justicia (todas funciones que hacen a la existencia misma de la comunidad organizada), mientras le restan legitimidad para garantizar otros bienes como la educación, el empleo, la vivienda y la salud. Pero hay una clasificación mucho más extendida y popular en nuestros días, que es la que contrapone, para decirlo coloquialmente, a “ciudadanos productivos” versus “parásitos que viven del Estado”. Y esa clasificación que ubica al Estado como una molestia presupone que hay ciudadanos autosuficientes que pueden vivir independientemente de él.

¿Quién puede vivir tranquilo en su hogar si no hay un aparato estatal dispuesto a intervenir y desalojar a la persona que eventualmente ingrese en la casa? ¿Quién puede contratar con otros si no hay una estructura judicial lista para obligar a cumplir a la otra parte en caso de que esta no lo haga voluntariamente, o para embargar y ejecutar sus bienes e indemnizar al perjudicado si continúa negándose? ¿Quién puede gozar de su derecho a circular libremente sin un Estado que imponga sanciones para aquellos que intercepten injustificadamente a otros en la vía pública? ¿Quién puede expresarse libremente si no hay jueces para ordenarle a otros ciudadanos (o al propio Estado) que levanten el acto de censura que impide expresarse? ¿Quién puede tener derechos si no hay Estado?

Pagar una Asignación Universal por Hijo, una educación pública y gratuita, un empleo en la administración pública y construir un hospital cuesta dinero, que se recauda con impuestos. Pero gozar de un derecho de propiedad, del derecho a expresarse libremente y de contratar también cuesta dinero y también se financia con impuestos.

Pagar una Asignación Universal por Hijo, una educación pública y gratuita, un empleo en la administración pública y construir un hospital cuesta dinero, que se recauda con impuestos. Pero gozar de un derecho de propiedad, del derecho a expresarse libremente y de contratar también cuesta dinero y también se financia con impuestos. El aparato judicial, policial y administrativo necesario para proteger esos bienes cuesta mucho dinero. Incluso las leyes necesarias para regular la vida en sociedad (muchas de ellas dirigidas a proteger esos bienes) cuestan dinero: sueldos de legisladores, personal administrativo y asesores capaces de elaborar intelectualmente esas normas y redactarlas luego. Los derechos son creados, interpretados, revisados y defendidos por organismos públicos, cuyo sostenimiento se financia con fondos públicos. Esto, que puede parecer obvio, parece mucho menos evidente cuando se enuncia enfáticamente esa clasificación que distingue a dependientes del Estado versus los que lo sostienen.

Dicen Gargarella y Bergallo en la introducción al libro se Sunstein y Holmes: “Dicho sea de paso, todos los derechos son también negativos: la demanda de una persona por acceder a una vivienda se transforma, una vez satisfecha, en una por conservarla de intervenciones indebidas; el derecho de una niña a acceder a la educación solo puede garantizarse si el Estado o un tercero no lo restringen”. No hay derechos que se dirijan exclusivamente contra el Estado ni derechos que solo exijan una obligación de hacer o dar de su parte. La relación entre el Estado y la sociedad en materia de derechos es más compleja y no tiene un sentido unidireccional sino que exige omisiones y acciones estatales en simultáneo para garantizar su satisfacción. Al mismo tiempo que pedimos que no nos moleste le pedimos que intervenga si alguien nos molesta. Y al mismo tiempo que le pedimos que intervenga construyendo un escuela le pedimos que no moleste a quienes quieran acceder a ella.

LA LIBERTAD DEPENDE DE LOS IMPUESTOS

Del mismo modo, los cálculos que circulan “revelando” la cantidad de días que un ciudadano tiene que trabajar solo para pagar impuestos, o que “descubren” el precio que tendría un bien si no tuviésemos que pagar impuestos, como si fuera pura pérdida inutilizada, omiten cualquier tipo de análisis sobre las rutas necesarias para transportar esos bienes; o las inspecciones necesarias para que los locales que nos proveen comida estén en condiciones de salubridad e higiene óptimos para prevenir intoxicaciones; o el gran despliegue policial necesario para disuadir delitos contra la propiedad; o la organización y el funcionamiento de los registros de propiedad, a todas luces necesarios para brindad seguridad jurídica en las transacciones; o los gastos en una administración de justicia capaz de hacer cumplir forzosamente los contratos y aplicar sanciones. Todo eso financiado con tributos.

Contrariamente a la concepción de libertad como “menos Estado, menos impuestos”, Holmes y Sunstein nos dicen “la libertad depende de los impuestos y del Estado”. Desde ya que esto no implica que cualquier nivel de presión tributaria sea aceptable, ni que cualquier intervención estatal sea virtuosa. La intervención estatal tiene un valor instrumental: es un medio para lograr ciertos fines (paz social, igualdad, libertad, orden) y su justificación depende de probar en qué medida contribuye a lograr esos fines.

Tampoco supone que la justificación de los impuestos sea la de recibir un servicio personalizado a cambio. A diferencia de las tasas y contribuciones, los impuestos son aportes a una “gran caja” destinada a financiar necesidades públicas variadas. El criterio de recaudación y de gasto es político. La distribución de las cargas públicas y el destino de los recursos estatales los define la política, y en esas decisiones entran en juego preferencias morales y visiones ideológicas. Un gobierno progresista buscará extraer recursos de los sectores más acaudalados para gastarlo en bienes y servicios destinados mayormente a sectores de bajos recursos. Pero todos, en menor o mayor medida, nos beneficiamos de las funciones estatales. Y todos los derechos, en menor o mayor medida, cuestan dinero. Por eso todos, en menor o mayor medida también, necesitamos al Estado.

La intervención estatal tiene un valor instrumental: es un medio para lograr ciertos fines (paz social, igualdad, libertad, orden) y su justificación depende de probar en qué medida contribuye a lograr esos fines.

Desarrollar esa justificación de una acción estatal tendiente a reducir desigualdades injustificadas es compatible con sostener que la distinción entre “ciudadanos productivos” y “parásitos dependientes del Estado”, además de ser injusta (por omitir cualquier tipo de análisis sobre las circunstancias sociales y económicas que se encuentran fuera del control de una persona y condicionan su desarrollo individual), es falsa (porque omite mencionar la dependencia estatal de los “ciudadanos productivos”).

Dicen los autores en un célebre pasaje del libro: “En una sociedad liberal, un individuo autónomo no puede crear las condiciones de su propia autonomía de manera autónoma, sino solo colectiva. (…) El libertario antigobierno más ardiente acepta tácitamente su dependencia del gobierno, aun cuando denuncie con retórica sagaz los signos de esa misma dependencia en otros”. Porque todos los derechos cuestan. Porque la libertad depende de los impuestos. Porque no hay derechos sin Estado: ni sociales, ni de propiedad.  

Tomás Allan

Tomás Allan

Abogado (UNLP). Ha escrito diversos artículos de opinión en "La tinta" y "La Vanguardia Digital".