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A diez años de la muerte de Raúl Alfonsín

por | Mar 28, 2019 | Nacionales

Recién a partir de su muerte, Raúl Alfonsín se convirtió en una figura de consenso, con estatura de prócer. Sin poner en cuestión su relevancia histórica, este dirigente político, ser humano al fin, mostró tanto flaquezas como grandezas.

“No hay cosa como la muerte para mejorar la gente”, escribió Borges en una de sus letras “para las seis cuerdas”. La ambigüedad del verso es suficiente como para abarcar al menos dos posibles sentidos: ¿a quién mejora la muerte: mejora a quien fallece, a la vista de los vivos? ¿O mejora a quienes quedaron, toca algo en su fibra que los vuelve menos fanáticos, menos intolerantes, menos injustos?

Diez años atrás, Raúl Alfonsín era despedido con honores tanto desde las máximas autoridades argentinas, con palabras elogiosas de Cristina Fernández de Kirchner y de todo el arco de la dirigencia política, como también por amplios sectores de la población, muchos de los cuales formaron la multitud que lo despidió en Recoleta.

[blockquote author=»» pull=»normal»]Cada uno atesora su propio Alfonsín.[/blockquote]

Es comprensible: había muerto el primer presidente argentino en la recuperación de las instituciones democráticas. El que encarriló la marcha de la democracia hacia su consolidación. El que se atrevió a impulsar el juicio a las juntas –hecho histórico e inédito en el mundo–. El que inició su gestión con un plan económico nacional. El que, de visita en los Estados Unidos, le paró el carro a Ronald Reagan, saliéndose de libreto, respondiendo con firmeza a una bravuconada intervencionista del vaquero (¿Se acuerdan aquella tapa de El Periodista: “Alfonsinazo en Washington”?). El que posibilitó que la Argentina tuviera ley de divorcio. El que promovió el diálogo para consolidar la democracia, mediante un Consejo de notables. El que se animó a avanzar en la paz con Chile a través de la consulta popular. El que creó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, para documentar cada una de las violaciones de derechos humanos de la dictadura y así fundamentar el juicio. El que instrumentó un programa de alfabetización masiva, bajando a la mitad el analfabetismo, llevándolo a niveles de Europa. El que normalizó las universidades. El que convocó a discutir la educación en un Congreso Pedagógico masivo. El que eliminó la censura y en apenas meses reorganizó los medios públicos abriéndolos a una renovación hasta hoy inigualada. El que planteó la necesidad de descentralizar el país, trasladando la capital. El que inició el camino del Mercosur. El que intentó crear mecanismos multilaterales para que los países latinoamericanos abordaran juntos la cuestión de la deuda externa. El que se propuso democratizar los sindicatos burocráticos.

No obstante, también había muerto otro Raúl Alfonsín. El primer presidente argentino en la recuperación de las instituciones democráticas. Sí. El que dilapidó la mayor oportunidad en la historia reciente de refundar el país sobre la base de un acuerdo nacional entre los sectores sociales para darle otras bases a la democracia argentina. El que optó por legitimar la deuda externa fraudulenta en lugar de denunciarla. El que, tras un primer intento con un plan económico progresista, se volcó luego a las recetas ortodoxas, de ajustes y “economía de guerra”. El que llegó al poder denunciando “el pacto sindical-militar” y terminó pactando leyes del perdón con los militares –obediencia debida y punto final– y acuerdos con los burócratas sindicales, a quienes les dio un ministerio y les ofrendó la cabeza degollada de la Ley Mucci. El que llevó los índices de pobreza al histórico 47 por ciento de 1989. El que no pudo evitar la hiperinflación, llegando al 78,4 por ciento en mayo de ese año. El que debió irse del gobierno antes de terminar su mandato. El que no dudó en cultivar el macartismo cuando las papas quemaban, o en negociar un Pacto de Olivos “para salvar al país”, pero de paso también habilitar todo lo que quería Menem a cambio de ¿salvar al país? Incomprobable. En cambio sí es comprobable que la UCR, su partido, recibió a cambio una cláusula constitucional tan práctica como operativa: un senador por la minoría en cada provincia.

Cada uno atesora su propio Alfonsín. Algunos que lo calificaban con malicia como “alfoncinismo” en los 80, que le hicieron 14 paros o que lo acusaban de “vendepatria” y sutilezas por el estilo, fueron después los máximos alcahuetes del menemismo. Radicales de pura cepa que lo corrían por izquierda terminaron siendo claves para que un conservador anodino como De la Rúa fuera su sucesor. De la derecha, ni hablar. Si el kirchnerismo en sus inicios le pareció cercano al “zurdaje”, Alfonsín le parecía marxismo de buenos modales, con su “patota cultural” de pesadilla, con sus intelectuales gramscianos del grupo Esmeralda, con su canciller Dante Caputo que quería mezclar a la europea Reina del Plata en ese Tercer Mundo sudoroso, con ese ministro Bernardo Grinspun que hablaba de defender el mercado interno…

[blockquote author=»» pull=»normal»]Hoy se lo reivindica casi poniéndolo a la altura de Yrigoyen, ahí mismo entre el “Peludo” y el General Perón. Quizás el Tercer Movimiento era en efecto, una cuestión a dirimir por la historia.[/blockquote]

Cada uno tendrá su balance de esta figura de la política nacional, que entendió qué quería la sociedad y la ilusionó como nadie con su “Tercer Movimiento Histórico” –con que pretendía equipararse a Yrigoyen y Perón– y que cerró su participación en la vida institucional desilusionándola hasta el caracú: el fundador de Renovación y Cambio terminó negociando y cediendo ante cada uno de los poderes a los que pretendió conjurar: las Fuerzas Armadas, la Iglesia, el sindicalismo mafioso peronista y el FMI. Eso sí, nadie podrá negar que hizo el intento: en cuanto a las Fuerzas Armadas ningún país en el mundo había juzgado democráticamente a sus propios dictadores; con la Iglesia, aprobó el divorcio. Y además, insinuar siquiera que haya sido deshonesto o calculador para beneficio personal es impensable. Hasta sus últimos minutos hizo política convencido de lo que hacía. Y aquellos que fueron injustos en su oposición al fundador de Renovación y Cambio cuando le tocó hacerse cargo de la Presidencia, lo calificaron luego como “Padre de la Democracia”, y lo reivindican hoy casi poniéndolo a la altura de Yrigoyen, ahí mismo entre el “Peludo” y el General Perón. Quizás el Tercer Movimiento era en efecto, una cuestión a dirimir por la historia.

Lo afirmó Horacio Buscaglia, poeta montevideano, respecto de su amigo Eduardo Mateo: “No hay mejor sponsor que la muerte”. Oh, la muerte, esa gran embellecedora. “No hay cosa como la muerte para mejorar la gente”, escribió Borges. Cada cual puede entender la frase a su modo. No necesariamente dicen lo mismo. En este caso, me gusta pensar que no sólo ha mejorado al ilustre muerto. También a mucha de la gente que lo combatió denodadamente, y ahora parece haber consensuado una mirada generosa –no por eso injusta– sobre la estatura de este dirigente político, ser humano al fin con sus flaquezas y grandezas. La del primer Presidente de la recuperación democrática cuya muerte –quizás– ha hecho entender a algunos cuánto pudieron haber contribuido a la consolidación de esta democracia medio renga, medio boba, que todavía busca su camino, 36 años después.

La primera versión de esta nota se publicó en Crítica de la Argentina, en 2009.

Américo Schvartzman

Américo Schvartzman

Licenciado en Filosofía y Periodista. Integra la cooperativa periodístico cultural El Miércoles, en Entre Ríos. Autor de "Deliberación o dependencia. Ambiente, licencia social y democracia deliberativa" (Prometeo 2013). Fue director de La Vanguardia.