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Juntas nos ven

por | Ago 8, 2018 | Opinión

Cada año, son muchas las mujeres que se encuentran con la imposibilidad de abortar sin ser perseguidas. El temor a la policía, a los médicos que no le practiquen la operación, a los farmacéuticos que no les vendan la pastilla, se hace carne en muchas de ellas. Se las obliga a tener una vida que no quieren tener. Se las obliga a cargar con un destino y una culpa que no tienen que asumir. Aquí un testimonio en primera persona.

A Noralía y Jimena, mis amigas

por tanta luz en mis momentos 

de oscuridad

Esto que cuento es una historia personal. Un hecho que atravesó mi vida, un periodo de mucha soledad y dolor, pero también de convicción porque a pesar de las adversidades, la soledad y la violencia, siempre estuve convencida de lo que hice.

Escribir esta parte de mi historia no es fácil. Todo lo contrario. Muchas personas cercanas a mí la desconocen. Pero tal vez de esta manera muchas personas que se manifiestan en contra de la legalización del aborto puedan empatizar. Tal vez alguna que este sola o confundida, como lo estuve yo, pueda sentirse acompañada. La sensación de gritar en la calle que no estamos solas es cierta. Por eso me animo a escribir esto.

En el año 2011, en mi provincia, Salta intenté terminar una relación tormentosa. Le insistí varias veces a mi novio. Él se negaba. Mientras se lo reclamaba, me pegó una piña y me forzó a tener sexo. En el momento supe lo que ocurría y no se lo pude contar a nadie. No lo había hecho hasta ahora.

Inmediatamente supe lo que sucedía en mi cuerpo. Pedí un turno médico y, por suerte, lo conseguí. Mis sospechas se confirmaron: estaba embarazada. Cuando le consulté al médico cuales eran mis opciones, me dijo “No hay opciones, pensá que tenés una hermosa edad para ser mamá”. El pánico y el miedo me envolvieron, no podía dejar de pensar que la vida de estudio o posibilidades laborales se terminaban para mi arbitrariamente, de la manera más violenta. Alguien decidía dejarme sin los proyectos o los objetivos que le había puesto a mi vida, me los iban a arrebatar. Sin conocer a nadie y casi de forma automática y llorando desesperadamente, me subí a un taxi y me decidí a buscar alguna ayuda, alguna contención, estaba sola y no tenía a nadie de mi lado. El calvario recién empezaba.

[blockquote author=»» ]Quedé embarazada luego de ser forzada a tener relaciones sexuales. Cuando le consulté al médico cuales eran mis opciones, me dijo “No hay opciones, pensá que tenés una hermosa edad para ser mamá”. [/blockquote]

En mi desesperación por buscar alguna solución ingresé a varias farmacias, en una incluso cuando pregunté por la pastilla del Misotrospol me echaron y amenazaron con llamar a la policía. No tenía alternativas. Entonces, fui al “bajo”, lugar donde se encuentran las prostitutas en la ciudad. Un lugar lúgubre a solo quince cuadras de la plaza principal y la Catedral.

Recordé en ese entonces que, haciendo una nota, una de ellas había tenido una “complicación” y esperaban llevarla al hospital antes de que caiga la policía. Era mi única alternativa. Recurrí a una de ellas (la había conocido por una entrevista), y llorando le conté lo que me había pasado y me pasaba. Me aseguró que me iba a ayudar, me llevó a una enfermera de la zona, y ahí estaba yo, una chica católica que alguna vez se había manifestado en contra del aborto, una chica de familia trabajadora, una buena chica, llevada a la casa de una desconocida. La idea de la muerte me rodeaba todo el tiempo y sostenía “si me apuñalan para robarme en esta zona, si me matan capaz que es lo mejor que me puede pasar”.

Finalmente di con una enfermera que me dio unas inyecciones. Sin embargo, al no tener efecto me recomendó ir a la casa de un dealer que me facilitó “la pastillita”. 5.000 pesos costaba en ese momento mi libertad. Yo no dudé. Era lo que necesitaba.

II

El proceso de la pastilla dentro del cuerpo no es fácil: sufrís retortijones, diarrea y también fiebre. El miedo me consumía. Pero también pensaba que no estaba dispuesta a llevar una vida que no quería, que mi libertad no la iba a negociar. Estaba sola pero dispuesta incluso a pagar por eso.

Tras los efectos de la pastilla, venía el siguiente paso. Se trataba de ver que no hubieran coágulos ni restos. Pero ¿cómo lo iba a lograr? Tras pasar por eso llamé a una amiga que me ayudó a conseguir una “médica comprensiva”. Cualquier otro podría representar un peligro o una denuncia policial.

Frente a mi temor de encontrarme de nuevo con un profesional que me decía que no había opciones o que simplemente me juzgaría o sentenciaría, encontrar una doctora mujer fue un alivio. Me entendió y no me juzgó. Pero consideró que era necesario realizar una ecografía.

Sin embargo, nos advirtió, el médico que iba a realizar la ecografía era “pro-vida” por lo que, si había un indicio de haber tomado la pastilla o algo que levantase sospecha, me podría hacer la denuncia policial. Mi amiga Maru, la única persona que supo en ese momento, me prestó su anillo de casada. Lo mejor era decir que había contraído matrimonio y que tenía sospechas de un embarazo. Sin embargo, estaba preocupada por las pérdidas. Todo ese montaje, esa escena que tuvimos que armar para poder ver si todo “había salido bien”.

[blockquote author=»» ]El médico que iba a realizar la ecografía era “pro-vida” por lo que, si había un indicio de haber tomado la pastilla o algo que levantase sospecha, me podría hacer la denuncia policial.[/blockquote]

En el momento de la ecografía, me dice “estás bien, no tenés nada, esto suele ocurrir a las jóvenes que pretenden ser mamás algunas veces, tenés que seguir intentando”. En ese momento me miré con mi amiga y me largué a llorar desconsoladamente. El médico pensaba que lo mío era tristeza, pero era alivio. Mi amiga me abrazó y lloró conmigo. Todo había salido bien.

III

Ya instalada en Capital Federal, meses después de lo ocurrido, comencé a trabajar en el Congreso de la Nación. Era el año 2012. Entonces, vi la primera manifestación a favor del aborto. Me acerqué y charlé con muchas mujeres que me contaron sus casos. Éramos muchas y estábamos todas unidas. Me sumé a la marcha. Nunca había visto algo así. En mi provincia siempre había encontrado marchas “Pro Vida” o “A favor de la familia”. Había crecido con miedo y sabiendo que yo no pensaba de esa manera. Nunca lo hice.

Si bien este tema había quedado enterrado en mí, las audiencias y los testimonios me hicieron pensar la necesidad de sostener la verdad y alejarse de la hipocresía. Muchas veces, en medio de las alocuciones surgía en mí una profunda emoción. También una angustia, cuando escuchaba a alguien decirle “asesina” a otra mujer.

Soy católica, creyente. Creo en la soberanía de mi cuerpo, creo que peleamos por un derecho. No me arrepiento de nada, pero no quiero que ninguna joven pase por el miedo y la soledad de sentir que no tiene opciones, que otros pueden coartar su destino. Crecí naturalizando la violencia, pero ya no tengo más miedo. Por eso creo que es necesaria la ley. La ley que contendrá a las mujeres. Ahora estamos juntas. Ahora sí nos ven.

Lula Gonzalez

Lula Gonzalez

Es periodista. Nació en Salta y vive en Buenos Aires. Cursó estudios de periodismo en ETER, escuela de comunicación.